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Cuestionarnos

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 27 de septiembre.

El pasaje evangélico que acabamos de escuchar relata una confrontación que tuvo lugar en Jerusalén. Jesús había entrado en la ciudad santa entre aclamaciones del pueblo. Al llegar al templo había expulsado a los vendedores de artículos y animales necesarios para la realización del culto, había volcado la mesa de los cambistas de moneda que suministraban la divisa con la que se podían hacer las ofrendas. No se aceptaban monedas extranjeras. Las autoridades del Templo confrontan a Jesús con la pregunta en torno a su autoridad para realizar tales acciones en el lugar santo y sagrado. Jesús les responde con otra pregunta cuya respuesta previa es la condición que Jesús les pone para declarar cuál es su autoridad para realizar la expulsión de vendedores del Templo. Jesús les pregunta acerca de la misión de Juan el Bautista, si era de origen divino o simplemente humano. La pregunta es pertinente, piensa Jesús, pues si esos personajes que lo cuestionan acerca de su autoridad no aceptan el origen divino de la de Juan, tampoco aceptarán la suya, que procede del mismo Dios. Jesús refrenda la misión de Juan asociándola a la suya. Las autoridades de Jerusalén rehúsan dar respuesta. No quieren avalar la misión de Juan ni están dispuestos a avalar la de Jesús, que los dejaría a ellos sin la propia. El cuestionamiento mutuo acaba en tablas. Pero Jesús reabre el diálogo con otra pregunta, al parecer ingenua.

Presenta el caso de dos hijos. A ambos su padre les ordena ir a trabajar a la empresa familiar. Uno le dice que sí va y luego no lo hace; el otro le dice que no va, pero recapacita y va a trabajar. ¿Cuál de los dos obedeció de verdad a su padre? ¿El que obedeció de palabra, pero no de hecho o el que desobedeció de palabra, pero obedeció de hecho? La respuesta es obvia: El segundo. ¿A dónde va Jesús con esas preguntas tan simples? Es evidente que Jesús quiere establecer que la obediencia a Dios consiste en obras, se constata en la conducta de las personas. El asentimiento a Dios puramente verbal, la fe simplemente en las palabras, el conocimiento sin consecuencias no expresa la obediencia a Dios.

Jesús aplica el ejemplo de los dos hijos a la actitud que han tenido hacia Juan Bautista los publicanos y las prostitutas por un lado y los sumos sacerdotes y ancianos por el otro. Los primeros acogieron la predicación de Juan para convertirse; los segundos ignoraron la llamada a la conversión que Juan les hacía. Varias cosas llaman la atención en esta aplicación que hace Jesús. La primera es la misión que Jesús reconoce en Juan Bautista. Él era portavoz de Dios. Acatar su predicación y su llamada a la conversión era acoger la palabra de Dios que hablaba por su medio. En segundo lugar, Jesús destaca cómo incluso los pecadores más notorios de aquella sociedad -publicanos y prostitutas- pueden cambiar de vida. Nadie está predeterminado a pecar; nadie está programado para ser pecador. Toda persona puede cambiar de vida. Pero, en tercer lugar, Jesús les hace saber a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo que su presunta fidelidad a Dios es un autoengaño. Al negarse a acoger como venida de Dios la predicación de Juan, y con mayor razón, al negarse a acoger como venida de Dios la predicación del mismo Jesús, ellos, las autoridades religiosas de Israel, que creen ser fieles y obedientes a Dios, en realidad le desobedecen y están lejos de él. Obedecen al dios de su imaginación, pero no al Dios que les habla a través de sus enviados y que los conmina sobre todo y en primer lugar a la conversión teológica, a reconocer a Dios allí donde se manifiesta y a actuar como Él quiere. Los que parecían grandes pecadores desobedientes a Dios fueron dóciles a la palabra de Dios para convertirse; los que parecían servidores de Dios responsables de su culto en el Templo resultaron ser hijos rebeldes que no quisieron reconocerlo en la misión de Juan.

Este pasaje nos obliga a cuestionarnos. Cuando decimos que obedecemos a Dios y lo servimos, ¿obedecemos a Dios verdadero o a Dios como nos lo imaginamos? ¿Somos sensibles para reconocer y escuchar a Dios allí donde nos habla y nos exige conversión o hemos esclerotizado al Dios de nuestros esquemas y no hacemos más que escucharnos a nosotros mismos creyendo escuchar la voz de Dios? Jesús dice claramente que fueron los grandes pecadores y no los que se tenían por servidores de Dios quienes supieron reconocer dónde les hablaba para convertirse. Esta es tarea de gran discernimiento. En esta Iglesia nuestra actual, con tendencias conservadoras y progresistas, tanto unos como otros podemos fabricarnos el dios de nuestra conveniencia para justificarnos en nuestras posiciones. De allí la urgencia de someter nuestros pensamientos a la crítica, para asegurarnos de que escuchamos a Dios y no a nosotros mismos. En la Iglesia los criterios para reconocer la verdad de la voz de Dios son el testimonio de la Escritura, la fe creída y vivida por los cristianos que nos han precedido y la coherencia interna de la doctrina de la fe.

El pasaje aborda también el asunto de la conversión; la primera lectura nos orienta en este sentido. Hasta los publicanos y las prostitutas, quienes en la opinión de la gente son pecadores públicos que no merecen perdón, hasta ellos pueden convertirse y cambiar y pueden recibir el perdón de Dios. ¿Es injusto Dios porque no les exige que se ganen su perdón con limosnas, sacrificios, oraciones y penitencias, sino que les otorga el perdón como incentivo para que se conviertan? O como lo pregunta Dios por medio del profeta Ezequiel: ¿Con que es injusto mi proceder? ¿No es más bien el proceder de ustedes el injusto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere; muere por la maldad que cometió. Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida. No estamos programados para el bien o para el mal. Somos libres, nos construimos o destruimos con nuestras propias acciones. Dios nos corrige, nos alienta, nos sostiene para hacer el bien. Ha sido la tarea de la Iglesia a lo largo de los siglos conminar incluso a los pecadores más grandes a que se conviertan y a advertir a los santos más insignes a que cuiden de no precipitarse por el orgullo en el pecado de la autosuficiencia ante Dios. Por eso, oremos y pidamos siempre: Descúbrenos, Señor, tus caminos.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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