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Dios es fiel a sus promesas

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 4 de octubre.

Los evangelios atestiguan que en diversas ocasiones y de muchos modos que Jesús anunció cómo sería su muerte. Es posible que, en los evangelios, escritos décadas después de la muerte de Jesús, esos anuncios estén enriquecidos con datos y detalles procedentes de los hechos tal como ocurrieron. La muerte no fue para Jesús un accidente que le sobre-vino, sino un designio previsto y asumido. El pasaje evangélico nos relata uno de esos anuncios en forma de una parábola, que Jesús cuenta precisamente a quienes él ya vislumbra como los causantes de su muerte. El anuncio va unido a una sentencia contra ellos.

Jesús elabora su parábola a partir de otra del profeta Isaías y que ha sido nuestra primera lectura de hoy. El profeta canta la canción de una viña, propiedad de su amado. El amado es Dios. La viña es el pueblo de Israel o quizá la ciudad de Jerusalén. En los primeros versos del cántico, el profeta cuenta los cuidados que el dueño de la viña le proporcionó. Removió la tierra, quitó las piedras y plantó en ella vides selectas. Edificó en medio una torre y excavó un lagar. Dios se refiere así a todo lo que hizo por Israel: lo sacó de Egipto, le dio la Ley, lo llevó a la tierra de Canaán, le dio gobernantes. Pero en el último verso, y de la manera más lacónica, el profeta denuncia el fracaso final: Él esperaba que su viña diera buenas uvas, pero la viña dio uvas agrias. La gracia de Dios debió ser correspondida con la obediencia y las buenas obras, y no fue así.

El cántico sigue con una segunda estrofa, Dios convoca a los habitantes de Jerusalén y a la gente de Judá para que sean testigos de un juicio que entabla con su viña. Pero aquí hay una ironía, pues la viña son los habitantes de Jerusalén y la gente de Judá. Por medio del cántico, Dios obligará a los habitantes de Jerusalén a que se juzguen a sí mismos. Yo les ruego: sean jueces entre mi viña y yo. ¿Qué más pude hacer por mi viña, que yo no lo hiciera? ¿Por qué, cuando yo esperaba que diera uvas buenas, las dio agrias?

La tercera estrofa es la sentencia que da el mismo Dios. Voy a darles a conocer lo que haré con mi viña. Le quitaré su cerca y será destrozada. Derribaré su tapia y será pisoteada. La convertiré en un erial. Esto parece ser un anuncio de un asalto futuro a la ciudad de Jerusalén, la demolición de sus murallas, y la destrucción de sus casas. Históricamente esto ocurrió con el asalto de los babilonios, varias décadas después de que Isaías cantara su cántico. Finalmente, la parte última del pasaje es la explicación que el profeta da de su cántico. La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel y los hombres de Judá son su plantación preferida. Tras todos los cuidados de Dios, el Señor esperaba de ellos que obraran rectamente, y ellos, en cambio, cometieron iniquidades.

Jesús elabora su parábola en base a este cántico, con las variantes correspondientes. Él cuenta la parábola a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo. Igual que en el cántico de Isaías, ellos van a tener que juzgar su propia actuación. La viña sigue siendo Judá y Jerusalén; el dueño de la viña, que es Dios, la preparó de lo mejor. Pero aquí está la primera variante: el dueño alquiló la viña a unos viñadores. Los inquilinos trabajan la tierra, y de la ganancia pagan la renta. En el caso de la parábola, el pago de la renta al dueño no es en dinero sino en especie. ¿Quiénes son, en la mente de Jesús, estos inquilinos? Por el desenlace de la parábola sabemos que se trata de esos mismos sumos sacerdotes y ancianos del pueblo a quienes Jesús cuenta la historia y todos sus antecesores, aquellos que Dios eligió jefes y gobernantes de su pueblo a lo largo de los siglos. Estos utilizaron el cargo para beneficio propio. En la parábola el dueño de la viña, Dios, envía criados suyos a recoger la parte que le corresponde, pero los viñadores matan a los enviados del dueño. Había en tiempos de Jesús una convicción de que los profetas enviados por Dios para llamar al pueblo a la conversión y a dar frutos de santidad habían sido asesinados por los dirigentes del pueblo, tanto los reyes como los sacerdotes. Quizá este antecedente indujo a Jesús a pensar que su suerte no podría ser diversa y por eso anunció su propia muerte. Esos dirigentes, en vez de conducir al pueblo para que produjera frutos de santidad, que Dios esperaba, se dedicaron a matar a los enviados de Dios. Por fin, el dueño de la viña decide enviar a su propio hijo. Aquí la parábola se vuelve personal. Ese dueño que ha sido paciente con la violencia perpetrada por los viñadores va a permitir que la empleen contra su hijo. Los viñadores deciden matar igualmente al hijo para quedarse con la herencia. Le echaron mano, lo sacaron del viñedo y lo mataron. En efecto, a Jesús lo sacaron de Jerusalén y lo crucificaron fuera de la ciudad. Al matar a Jesús, se afianzaban en sus cargos para beneficio propio. ¿No podría Jesús también abarcar con su mirada a todos los que, constituidos en el ministerio en la Iglesia, en vez de actuar para la gloria de Dios actúan para beneficio propio también hoy?

Al concluir la parábola, Jesús pide a los sumos sacerdotes y ancianos que le escuchan que dicten sentencia. Cuando vuelva el dueño del viñedo, ¿qué hará con esos viña-dores? Y sin caer en la cuenta de que ellos son los viñadores de la parábola, dictan sentencia contra sí mismos: Dará muerte terrible a esos desalmados y arrendará el viñedo a otros viñadores, que el entreguen los frutos a su tiempo. Jesús corrobora la sentencia: Por esta razón les digo que les será quitado a ustedes el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos. Con estas palabras Jesús anticipa la futura destrucción de Jerusalén y legitima la apertura del evangelio y de la salvación a los pueblos del mundo. El Reino de Dios, entendido ahora como lugar donde se introduce en la historia el proyecto salvador de Dios, ya no será el pueblo judío sino la Iglesia. Sin embargo, esta sentencia de Jesús se debe contextualizar con los pronunciamientos de san Pablo sobre el tema. Dios es fiel a sus promesas. El endurecimiento de una parte de Israel no es definitivo; durará hasta que se convierta el conjunto de los paganos. Entonces todo Israel se salvará (Rm 11, 25-26). Esta parábola y la sentencia de Jesús nos alertan todavía hoy. La obra de Dios a nuestro favor, sus actos salvíficos, exigen de nosotros la respuesta de la obediencia agradecida. Ningún pueblo tiene comprada la salvación. La recibe de Dios y la transforma en santidad.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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