El autor reflexiona en este artículo sobre el dolor y el sufrimiento, y cómo acercarse a Dios a través de ello, fijándose es Jesús clavado en la cruz.
Después estos siete meses de confinamiento la sensación que tenemos de en el mundo, es la misma sensación que describe el salmista en su súplica a Dios: “Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello… He entrado en la hondura del agua y me arrastra la corriente” (Sal. 69, 2-3). No se trata de una exageración. La situación en muchos países latinoamericanos ha empeorado.
Todo este sufrimiento clama al cielo y muchos se preguntan ¿dónde está Dios? El grito de Jesús en la cruz sigue siendo el grito de dolor de tantos desesperados en el camino de esta historia: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Sal. 22, 2; Mt. 27, 46). El propio Hijo vuelve su rostro al rostro del Padre y lo busca ansiosamente en medio de su sufrimiento. Esto nos lleva a una certeza: el ser humano busca el rostro de Dios cuando el dolor llama a la puerta de su existencia. El hombre se pone en camino hacia Dios y Dios también se pone en camino al encuentro del hombre: “El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto cómo los egipcios los oprimen” (Ex. 3, 9).
Somos conscientes de que esta dramática situación se repite en no pocos Países del mundo. Nos causa estupor que algo tan pequeño, microscópico, haya desencadenado una situación tan dolorosa que ha puesto en vilo a la humanidad. Aprovecho este espacio de una palabra amiga, de la página web de nuestra Orden, para meditar con Ustedes algunas ideas plasmadas por el Papa San Juan Pablo II en su carta apostólica Salvifici doloris del 11 de febrero del año 1984, como colofón del año santo de la Redención, y que -considero- pueden ayudarnos a dar respuesta a una de las preguntas que inquietan al ser humano: si Dios es Padre Bueno, ¿por qué permite que el hombre sufra?
La pregunta por el sufrimiento nos remite a la pregunta sobre el mal en el mundo. “Obviamente el dolor, sobre todo el físico, está ampliamente difundido en el mundo de los animales. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué; y sufre de manera humanamente aún más profunda, si no encuentra una respuesta satisfactoria. Esta es una pregunta difícil, como lo es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo? Cuando ponemos la pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento. Ambas preguntas son difíciles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los hombres, como también cuando el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y Señor del mundo”[1].
Cuando nos acercamos al libro del justo Job, aturde la mente pensar en tanto sufrimiento. ¿Cómo es posible que el inocente sufra? Este interesante libro del Antiguo Testamento intenta responder a esta pregunta. La mentalidad religiosa de aquella época sostenía que la consecuencia del mal era el pecado. Si te portas bien y haces la voluntad de Dios, serás bendecido con la abundancia de bienes. Si te portas mal, Dios te maldecirá quitándote todo lo que tienes y humillándote con la muerte. Job era un hombre justo. ¿Por qué entonces le sobrevienen tantos males? Hasta su mujer le desea la muerte (Job 2, 9). Las preguntas que surgen en medio del dolor llegan a horadar la existencia del que sufre.
Lo que deja claro el autor del libro de Job es que no siempre el malo sufre males y el bueno es bendecido con el éxito. Hablando del impío, el salmista exclama: “No sufren como los demás, están sanos y horondos. No pasan las fatigas humanas” (Sal. 73, 4). Mientras que muchas personas buenas, sacudidas por el sufrimiento, tienen que hacer suyas estas otras palabras del salmista: “Todo esto nos viene encima sin haberte olvidado, sin que se volviera atrás nuestro corazón, ni se desviaran de tu camino nuestros pasos. Y tú nos arrojaste a un lugar de chacales y nos cubriste de tinieblas” (Sal 44, 18-20). Releer estos acontecimientos en la vida de tantos inocentes, me resulta escandaloso. Hay quienes se acercan a este pozo de dolor para añadir más vinagre. Los tres amigos de Job intentan responder a su sufrimiento cargándolo con más sufrimiento. No se acercan para consolar al justo caído, sino para echarle más leña al fuego. Cómo encuentran eco en esta situación aquellas palabras: “en mi comida me echaron hiel; para mi sed, me dieron vinagre” (Sal. 69, 22). “En la opinión manifestada por los amigos de Job, se expresa una convicción que se encuentra también en la conciencia moral de la humanidad: el orden moral objetivo requiere una pena por la transgresión, por el pecado y por el reato. El sufrimiento aparece, bajo este punto de vista, como un «mal justificado». La convicción de quienes explican el sufrimiento como castigo del pecado, halla su apoyo en el orden de la justicia, y corresponde con la opinión expresada por uno de los amigos de Job: «Por lo que siempre vi, los que aran la iniquidad y siembran la desventura, la cosechan» (Job 4, 8)”[2].
No siempre el sufrimiento responde a un castigo de Dios por el mal cometido. Y es en este sentido donde es necesario tener mucha prudencia. El P. Raniero Cantalamessa, predicador de la casa pontificia, iluminó mucho la reflexión de la Iglesia sobre el impacto del Coronavirus en la humanidad. Hay quienes despiertan viejas profecías sobre el final de los tiempos y nos pintan el peor rostro de Dios Padre: un Dios castigador de las rebeliones de los hombres. “¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar. La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión -ha escrito un conocido Rabino judío- de celebrar este año un especial éxodo pascual: salir «del exilio de la conciencia». Ha bastado el más pequeño y deforme elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad no comprende -dice un salmo de la Biblia-, es como los animales que perecen» (Sal 49, 21). ¡Qué verdad es!”
El punto culminante de la revelación está dado en la persona de Jesucristo. San Juan Pablo II se fija en las palabras de Jesús a Nicodemo para explicar con acierto el verdadero sentido que el creyente ha de dar a su sufrimiento desde el sufrimiento del Redentor. “«Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn, 3, 16) Estas palabras, pronunciadas por Cristo en el coloquio con Nicodemo, nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios… Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al «mundo» para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento”[3]. Es el amor hasta el extremo (Jn. 13, 1) lo que cambia la perspectiva del sufrimiento humano. En la homilía del Viernes Santo, Fr. Raniero Cantalamessa dejó muy claro este sentido salvífico del sufrimiento de Jesús: “La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en la raíz, desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él”.
San Pablo vivirá este amor de una manera especial: “me amó y se entregó por mí” (Gál. 2, 20). Para el Apóstol de los gentiles, la cruz es el sentido último de su nueva existencia. Su persona está en referencia a esta auto donación de Cristo, y “todo lo demás es basura con tal de ganar el conocimiento de Cristo Jesús, el Señor” (Flp. 3, 8). Contemplar el Rostro sereno del Hijo de Dios en la cruz, es convertir el sufrimiento propio en sabiduría, en auto donación, en transubstanciación, porque marca un antes y un después en la vida. El propio Apóstol lo recuerda casi obsesivamente: “En otro tiempo, Ustedes antes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Pórtense como hijos de la luz, con bondad, con justicia, y según la verdad, pues esos son los frutos de la luz” (Ef. 5, 8). Todo cambia cuando el sufrimiento humano se vive como una auto donación. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo. Se hizo pecado para conducirnos a Dios. El precio de nuestra salvación no fue tasado con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin mancha ni defecto (1Pe. 1, 18). “Mirar al que traspasaron” (Za. 12, 10) es interiorizar el sufrimiento del que pende en la cruz, para que el propio sufrimiento se convierta también en una entrega: “Ofrézcanse como hostias vivas, santas, agradables a Dios. Ese es su culto razonable” (Rom. 12, 1). Mirado de este modo, el dolor y el sufrimiento ya no pueden considerarse como inútil, como un sinsentido, sino que se convierte en un culto razonable, porque el amor lo explica todo.
No podemos agotar toda la riqueza de la Carta Apostólica Salvifici doloris de San Juan Pablo II. En esta hora aciaga que vive nuestro mundo, buscamos el rostro del Cristo que muere entregándose por amor. Pienso en todos los que sufren: los enfermos, los perseguidos, los presos, lo que tienen hambre, los que lloran. Les invito a darle un sentido redentor a su sufrimiento. Nuestra peregrinación por este año 2020 no puede ignorar a tantos crucificados que yacen en las mazmorras de esta sociedad indiferente y cómplice con el mal. Job nos ha dado su palabra amiga en esta pequeña reflexión: En mi carne, veré a Dios. “Dios está de nuestra parte -nos lo recuerda el P. Raniero-, no de parte del Coronavirus”. No estamos siendo castigados, como pretende resaltar el falso profetismo de las desgracias y de los cuentos del fin del mundo. Me arropa una firma convicción que observo en la naturaleza: después de la tormenta sale el sol y brilla el arcoíris.
Eddy Omar Polo OAR
[1] San Juan Pablo II: “Salfici doloris”. 11 de febrero de 1984. Nº 9.
[2] Ibidem Nº 10
[3] Ibidem Nº 14