A raíz del confinamiento por COVID-19, el autor reflexiona sobre las relaciones interpersonal, especialmente desde el prisma de la fe.
Los meses de confinamiento han supuesto, en muchos casos, la posibilidad de conocer mejor a las personas con las que se convive. Esto, algunas veces ha sido para bien y otras para mal, pues ha podido descubrirse una parte de la personalidad del otro que se desconocía y que, quizás, no ha gustado. Según las estadísticas, durante el periodo de confinamiento ha aumentado mucho el número de conflictos familiares. ¿Será que no estamos acostumbrados a la convivencia? ¿Hasta qué punto conocemos a los demás? ¿Cómo podemos cuidar y mejorar en nuestra relación con los demás?
La necesidad más grande que tiene toda persona, aparte de las necesidades fisiológicas básicas, es la de vivir relaciones armoniosas con los que lo rodean, especialmente con los más cercanos, como son la familia. No hay fórmulas mágicas para las relaciones personales, es algo que debe construirse en el día a día a partir de las circunstancias.
Por definición, la persona es un ser relacional: no podemos ser sin el otro. Por eso, la relación con el otro no es un deber o una obligación que se vive por medio de unas normas, sino que es la esencia de la persona. Claro está, toda relación con el otro tiene un elemento conflictivo, pues se trata de un encuentro con otra singularidad distinta a la mía. Teniendo en cuenta esta conflictividad la persona tiene cuatro posibilidades de vivir la relación: a) negando al otro; b) enfrentando al otro, lo que termina siempre en un vencedor y en un vencido; c) sometiéndose al otro, siendo esclavo del otro; d) construyendo una relación armoniosa con el otro. Es importante que la persona opte por el tipo de relación que quiere tener con el otro.
¿Es posible vivir en armonía con toda persona? Sin duda, se trata de algo que implicará mucho de nuestra parte, pero se puede conseguir. Damos algunas pistas. En primer lugar, será fundamental construir desde la realidad de cada persona: su carácter, su historia, sus aspiraciones, etc., es decir todo lo que constituye el Yo de la persona. Y esto debe ser un empeño de todos los días. En segundo lugar, debemos definir los valores que queremos vivir en la relación, pues marcarán profundamente la orientación que tenga. Y es evidente que el fundamento de todos los valores en una relación es el amor, que da vida y humaniza la relación. Ahora bien, será importante no confundir el amor con el sentimiento o la emoción y, además, vivir el amor desde las circunstancias propias y del otro.
Además, la fe cristiana añade un elemento extra que da un sentido más profundo a la relación sin modificar para nada el sentido humano antropológico. Jesús le ofrece al cristiano vivir su vida en relación personal con Él, ya que ser cristiano es vivir con Jesús una relación personal: a) que es fundante de toda relación; b) que es absolutamente gratuita, puro regalo; c) es la única relación que no es conflictiva; d) la vivencia de esta relación exige conocer, reconocer y celebrar a Jesús desde la guía del Evangelio y la vivencia de los Sacramentos.
Obviamente, no es lo mismo una relación con un conocido, con un amigo, con un familiar o con una pareja. Cada una tiene su peculiaridad, cada relación aporta elementos complementarios. Pero no olvidemos que sólo basando nuestras relaciones en Dios conseguiremos mejorarlas, enriquecerlas y darles plenitud. En definitiva, nuestra vida no tiene sentido sin el encuentro con el otro por medio del Otro.
Antonio Carrón OAR