Una palabra amiga

Mirar hacia el que es fin y meta de nuestras vidas

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 22 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.

Cuando el papa Pío XI estableció esta solemnidad en el año 1925, se celebraba el último domingo de octubre antes de la solemnidad de todos los santos, como para indicar que Jesucristo ejerce su reinado santificando y salvando a la humanidad. De igual modo, el domingo anterior, el penúltimo de octubre, se celebraba y todavía hoy se celebra el domingo mundial de las misiones, como para indicar que Jesucristo extiende su reinado en la tierra a través de la tarea misionera de la Iglesia. Cuando se trasladó la solemnidad al último domingo del año litúrgico, se perdieron aquellas conexiones, pero se destacaron otros acentos. Ahora se destaca que Jesucristo es el fin o meta hacia la que tiende la historia humana; él es el referente de quien la vida e historia de los hombres cobra sentido y valor; él es el juez de vivos y muertos y es el único salvador que se nos ha dado.

En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos ofrece una perspectiva grandiosa. En primer lugar, destaca el significado decisivo de la persona de Cristo para establecer el destino de cada persona. Adán y Cristo nos configuran. Adán nos configura para la muerte; Cristo nos configura para la vida. Nacemos marcados por el sello de Adán, este es un hecho de naturaleza, sucede sin que intervenga nuestra voluntad. En cambio, optamos por la fe adherirnos a Cristo, de modo que, unidos a él, superamos el pecado y la muerte y alcanzamos la vida consistente para siempre. Así como en Adán todos mueren, así en Cristo, todos volverán a la vida. Ese es un reinado que da vida.
Pero enseguida, Pablo amplía el horizonte al ámbito cósmico. Cristo ejerce su reinado aniquilando todos los poderes del mal. Cristo tiene que reinar hasta que el Padre ponga bajo sus pies a todos sus enemigos. El último de los enemigos en ser aniquilado será la muerte. La muerte quedará aniquilada cuando resuciten los muertos para la salvación o la frustración definitiva. Entonces Cristo concluirá y llevará a término su obra salvadora. En consecuencia, declara Pablo, Cristo mismo se someterá al Padre y así Dios será todo en todas las cosas. Es decir, el reinado de Cristo se convertirá en el reinado de Dios. Es una visión audaz, llena de la esperanza que da sentido a la historia del hombre en la tierra. La muerte, la gran enemiga del hombre y de Dios, será vencida para que Dios acoja en sí todas las cosas. Esa es la esperanza que celebramos en esta solemnidad.

También ha sido elegida para hoy la lectura del juicio final según san Mateo. Es el pasaje con el que concluye la última catequesis de Jesús en este evangelio. Durante toda su enseñanza, Jesús ha insistido en la necesidad de estar preparados para cuando él vuelva. En los domingos pasados hemos comentado varios de estos pasajes. La preparación consiste en la responsabilidad moral para cumplir con nuestros deberes y obligaciones. Ahora, en la última parte de su catequesis, Jesús describe con una especie de parábola, ese momento en el que el Hijo del hombre, como rey, ejerce el juicio. El Hijo del hombre, como rey soberano, juzga quiénes son idóneos para la vida eterna y quiénes no.

Pero ¿quiénes comparecen ante Jesús? El relato dice que serán congregadas ante él todas las naciones. Unos dicen que se trata del juicio que Jesús ejerce sobre los que nunca llegaron a conocerlo y nunca creyeron en él. A esas personas Jesús las juzgará según su capacidad de hacer el bien al prójimo necesitado. No los juzgará por su fe, pues nunca tuvieron la oportunidad de que alguien les anunciara el evangelio. De hecho, ellos ni siquiera sabían que el Hijo del hombre que ejerce ahora el juicio se identificaba con los necesitados y menesterosos a los que ayudaron. Es una propuesta interesante, pero extraña.

Durante toda su catequesis, Jesús ha advertido a sus discípulos sobre la necesidad de estar preparados para comparecer ante el juez que viene. Por tanto, es lógico suponer que las naciones que comparecen ante el rey juez somos sus seguidores, los creyentes procedentes de todas las naciones del mundo. En todo el Nuevo Testamento esa es la enseñanza usual: que los creyentes tendremos que dar cuentas a Dios, a través de Jesús, de nuestras acciones. Pero lo extraño es que en este juicio el juez solo considere las obras caritativas a favor de los necesitados como criterio de salvación o condenación, mientras que, en otros pasajes del Nuevo Testamento, lo decisivo es la fe en Jesús y el cumplimiento de los mandamientos, incluyendo, por supuesto, la caridad con el prójimo. ¿Por qué omite Jesús la referencia a la fe y a los mandamientos en esta descripción del juicio? Quizá para destacar que las obras de caridad realizadas en favor de los necesitados y menesterosos son la mejor expresión de la fe y el que culto le debemos a Jesús, quien se identifica con ellos.

Pero ¿por qué unos y otros, los aprobados y los censurados, dicen que no sabían que sus obras de caridad tenían valor de culto a Dios pues el mismo Cristo las recibe como hechas a su favor? Porque esa es la enseñanza para nosotros ahora, los que leemos la parábola. Somos nosotros ahora los que dudamos del valor que pueda tener dar de comer al hambriento o dar hospedaje al migrante. Somos nosotros ahora los que nos resistimos a creer que eso pueda tener valor sagrado. Con esta enseñanza Jesús quiere que nos quede claro que la fe se hace operativa en la caridad (cf. Gal 5,6).

Finalmente ¿quiénes son los hermanos insignificantes de Jesús con quienes él se identifica de modo que el favor que les hacemos a ellos se lo hacemos también a Jesús? En el lenguaje propio y común del Nuevo Testamento, hermanos son siempre los otros cristianos, hermanos de Jesús son los que creen en él. Jesús aboga entonces por la caridad entre los miembros de la Iglesia, especialmente hacia los más necesitados. Como enseña también san Pablo: siempre que tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos y especialmente a los hermanos en la fe (Gal 6,10). Pero si Jesús manda también amar hasta a los enemigos y hacer el bien a los que nos odian (cf. Mt 5,44; Rm 12, 13-20), es una ampliación legítima entender que Jesús también recibirá como hecha a él las obras de caridad que en su nombre y por ser cristianos hagamos también a favor de cualquier persona necesitada. De ese modo el reinado de Cristo se ejerce también ahora en el tiempo y el mundo.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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