El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 31 de enero, IV domingo del Tiempo Ordinario.
Los lectores y oyentes de la Palabra de Dios reaccionamos de modo muy variado ante las historias de demonios que aparecen en el Nuevo Testamento. Algunos se sienten incómodos, las consideran primitivas, producto de otras épocas no tan ilustradas como se supone que es la nuestra. Hoy nosotros conocemos por la medicina, la psiquiatría y la psicología el origen de muchos padecimientos del cuerpo y el espíritu, a veces severos, pero que son solo disfunciones del organismo. En tiempos de Jesús la gente creía en demonios, pero nosotros, dicen, ya no. Pero hay otros lectores del Nuevo Testamento que ven en esas historias de demonios confirmación de su propia experiencia con aspectos y dimensiones tenebrosas de su propia vida. Han experimentado la fuerza de poderes malignos y perversos que amenazan la integridad, la paz personal. Ven en las historias de demonios una confirmación de su propia experiencia de las disfunciones del cuerpo y el espíritu, de las conductas extrañas, de la atracción al mal que sufren algunos. Si Jesús en sus días hizo exorcismos y dio poder a sus apóstoles para expulsar demonios, entonces hay que ejercer ese poder también hoy para librar a la gente del mal mental y corporal inexplicable.
El hecho de que los demonios aparezcan en el Nuevo Testamento, sobre todo en los evangelios sinópticos, como los adversarios de Jesús es el fundamento para que la Iglesia considere la existencia de los demonios como parte de su doctrina. La existencia de los demonios es doctrina irrenunciable, porque ellos son un modo de explicar que el mal que padecemos es advenedizo al mundo y a las personas, no algo inherente a la creación. Dios hizo el mundo bueno, hermoso, consistente. Si ahora lo experimentamos malo, feo y frágil, por las catástrofes naturales, las pandemias y enfermedades, los trastornos del alma y por la maldad y perversidad que induce conductas destructivas, esto no es parte del designio original de Dios. No solo eso. El mal es advenedizo, no inherente al hombre. El mal le ha sobrevenido a la creación cuando los espíritus que Dios creó buenos se rebelaron contra Él y contra su obra. Por lo tanto, el mal se puede remover y quitar. La creación y el hombre en especial puede ser liberado del mal. Por eso la obra de Cristo tiene un objetivo razonable. Si el mal, el pecado, la enfermedad fueran parte constitutiva del ser humano jamás podrían quitarse, a lo sumo taparse. Pero no, el mal no es constitutivo del ser humano, es advenedizo. El hombre puede sufrir la oscuridad de la ignorancia y la negación de Dios y la perversión de su libertad porque los demonios, como seres personales, son capaces de actuar incluso a ese nivel. Por lo tanto, incluso a ese nivel el mal es advenedizo.
Los demonios son la contraparte del optimismo cristiano en la creación. Al atribuir el mal a los demonios y no a la creación en sí, afirmamos que esta sigue siendo buena, que todo hombre es redimible, que a todos se les debe dar la oportunidad de arrepentirse sin condenarlo a la pena de muerte, aunque hayan cometido los delitos más horrendos. Es ese optimismo el que nos permite pedir en la oración que Dios nos libre de la enfermedad y del pecado. La convicción de que el mal llega desde fuera es el que nos mueve a combatir la pobreza y la enfermedad, a buscar la justicia y a esperar la conversión de las personas. La convicción de que el mal no pertenece a la creación es la que nos permite esperar en el cielo, donde ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo antiguo ha desaparecido (Ap 21,4) y el demonio habrá sido derrotado.
San Marcos, entre todos los evangelistas, es el que con mayor énfasis presenta la misión de Jesús como una lucha contra el demonio, para liberar al hombre de su influjo y dominio. Por eso, el primer acto salvífico que el evangelista narra en su evangelio es precisamente este que hemos escuchado hoy. Primero, el evangelista nos cuenta que Jesús llegó a Cafarnaúm y el sábado fue a la sinagoga. Allí se puso a enseñar. Pero el evangelista parece silenciar lo que Jesús enseñó. Solo nos comenta que los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Muchos comentaristas dicen que mientras los escribas enseñaban a través del comentario a las Escrituras, Jesús hablaba con autoridad, pues enseñaba como quien habla palabra de Dios. Pero a mí me parece que lo que san Marcos quiso decir fue que mientras los escribas solo comentaban las obras y las promesas salvíficas de Dios en las Escrituras, Jesús las realizaba liberando al hombre del demonio maligno que lo poseía.
Por eso comenta que ese día, en la sinagoga había un hombre poseído de un espíritu inmundo. El espíritu enseguida reconoció a Jesús como aquel que había venido desde Dios para destruirlo. ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios. El demonio lo tiene bien claro. Jesús ha venido a renovar la creación en su belleza e integridad original; Jesús ha venido a restaurar al ser humano en una santidad mayor incluso que su dignidad y bondad original. Jesús ha venido a arrancar la costra de sufrimiento y enfermedad, de pecado y de muerte que agobia a la humanidad y que no son parte de la obra de Dios sino resultado de la obra maligna y perversa del demonio. Por eso Jesús le ordena ¡Cállate y sal de él! Y así ocurrió.
Todos quedaron estupefactos y se preguntaban ¿qué nueva doctrina es esta? Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen. Efectivamente, la enseñanza de Jesús en la sinagoga no es un discurso, sino una obra liberadora. Los demonios y su mundo son reales. Hay una dimensión tenebrosa de la existencia que se manifiesta en la perversión de la voluntad, en la enajenación de la libertad, en la sustracción de la capacidad de convivencia humana. Hay pecado y hay enfermedad. Hay catástrofes naturales y pandemias. Pero nada de esto es permanente, nada de esto compromete la bondad de la creación, nada de esto impide la fuerza liberadora de Cristo. Le hacemos el juego al demonio cuando nos entretenemos con él, cuando le prestamos tanta atención, que quedamos atrapados en su embrujo. Pongamos nuestra confianza en Cristo que es luz y belleza, bondad y hermosura. Cristo ha venido con su poder sanador, regenerador, liberador y santificador. Él es el objeto de nuestra fe y de nuestra esperanza.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)