Una reflexión en torno a no creyentes, creyentes y el verdadero rostro de Dios.
En nuestra historia reciente, desde Friedrich Nietzsche hasta los mediáticos Richard Dawkings o Christopher Hitchens, son muchas las personas que han afirmado o afirman no creer en Dios. Se trata de una postura sumamente respetable dado que, desde la concepción cristiana, Dios nos ha hecho libres, nos ha concedido un ‘cheque en blanco’ con la posibilidad de, incluso, darle la espalda. En cierta manera, podríamos hablar de un riesgo que Dios decide correr con nosotros, siendo quizás una forma de experimentar lo que, verdaderamente, significa la libertad.
La tipología de los denominados ‘no creyentes’ que encontramos en nuestros entornos más próximos resulta muy variada: los hay que, sin más, afirman no creer en Dios; otros creen en Dios pero no en la revelación de Jesucristo; otros creen en Jesucristo pero no creen en la Iglesia; hay quienes se reconocen creyentes pero que, si profundizamos un poco, puede ser que no sepan muy bien en qué creen… Con un panorama así resulta un tanto complicado referirse a alguien como ‘creyente’ o no ‘creyente’, máxime cuando, además, hay más variantes, como los que se reconocen ‘creyentes y no practicantes’, o los que toman elementos de muchas religiones fabricándose su ‘religión a la carta’.
En cualquier caso, refiriéndonos de manera general al fenómeno de la ‘no creencia’ o ‘ateísmo’, cabría preguntar a una persona que se reconoce como tal cuál es ese Dios en el cual no cree. Porque, así como hemos dicho que hay personas que se dicen ‘creyentes’ pero que, si profundizamos un poco, no saben muy bien en qué creen… si le preguntamos a un ‘ateo–no creyente’ en qué Dios no cree: ¿qué nos respondería?
La literatura atea es de lo más variada, pero resulta mucho más interesante centrarse en las experiencias cercanas que hayamos podido vivir. No es raro encontrarse a una persona que ‘ha dejado de creer’ por un duro golpe que le ha dado la vida y que, por asociación de ideas, atribuye a Dios el mal sufrido. Hay, también, personas que se han alejado de Dios por una mala experiencia en el ámbito de la Iglesia. Otras se han podido separar de Él por haber entrado en contradicción su concepción científica con la fe. Como éstas, podría haber cientos de experiencias similares, pero la pregunta que está de fondo es: el Dios en el que no creen o en el que han dejado de creer, ¿qué tiene que ver con el Dios revelado en Jesucristo y que está presente en el Evangelio? ¿No habremos deformado tanto la imagen de Dios que lo hemos ocultado? A este respecto es bueno siempre recordar lo que nos dice Gaudium et Spes, 19: “en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.”
Resulta complicado adentrarse en el Evangelio y no descubrir ahí presente a un Dios Amor que da sentido a la vida; que no oprime, sino que libera, perdona y ayuda a perdonar; que no abandona, sino que acompaña y comparte vida; un Dios que se revela contra la injusticia y considera hijos predilectos a los más débiles y a los abandonados; un Dios encarnado que, por amor, experimenta la vida humana en primera persona, viviendo todo lo que podemos llegar a vivir nosotros, incluso la muerte; un Dios que no muere sino que vive para siempre. ¿Es éste el Dios en el que no creen los ateos? ¿Es éste el Dios en quien creen los que se dicen creyentes? ¿Hemos deformado su verdadero rostro? ¿En qué Dios creemos?
Antonio Carrón de la Torre, OAR