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Pentecostés es nuestra Pascua

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En su comentario a las lecturas de la Solemnidad de Pentecostés, Mons. Mario Alberto Molina destaca la importancia de nuestra participación en la Pascua de Jesús por el don de su Espíritu Santo.

Pentecostés es la segunda pascua; es nuestra pascua. El don del Espíritu Santo hizo a los discípulos de Jesús Iglesia. Los capacitó para la misión. Pero el don del Espíritu Santo santificó a cada creyente, nos hizo hijos de Dios y puso en nosotros la semilla de la vida eterna. Pentecostés es el culmen de la pascua, es su meta y su plenitud. Sin el don del Espíritu, el único salvado de la muerte habría sido Jesús. Al darnos su Espíritu, Jesús comparte con nosotros su victoria sobre el pecado y la muerte, nos une a su triunfo y anticipa en nosotros la plenitud de la gloria que esperamos recibir.

Hoy hemos leído la segunda lectura y el evangelio alternativo que el leccionario nos ofrece. Por eso, los que siguen la liturgia con alguno de los subsidios habrán notado que las lecturas que hemos leído no coinciden con las que tienen impresas en sus folletos. Hago esto para aprovechar la riqueza que nos ofrece el leccionario.

Cada lectura merece un comentario propio, pues cada una nos presenta un aspecto diverso del misterio del don del Espíritu. Comento en primer lugar el pasaje del libro de los Hechos de los apóstoles que narra lo que ocurrió el día de Pentecostés. Hay que señalar que Pentecostés es el nombre que los judíos de habla griega daban a una fiesta que se celebraba cincuenta días después de la pascua. La palabra griega “pentecostés” significa “quincuagésimo”, en referencia al día cincuenta. Antiguamente era la fiesta del inicio de la cosecha del grano. En tiempos de Jesús, los judíos conmemoraban ese día el don de la Ley. Los judíos que no habían podido subir a Jerusalén para celebrar la Pascua podían cumplir con ese precepto también en la fiesta de Pentecostés. Normalmente acudían ese día judíos que vivían en el extranjero; también los acompañaban los “prosélitos”, es decir, los gentiles que, sin hacerse judíos, asistían a la sinagoga y oraban al Dios de los judíos y vivían de acuerdo con su ley. Por eso había gentes de tantos lugares ese día en Jerusalén.

Siguiendo las instrucciones de Jesús, los apóstoles y discípulos habían permanecido en Jerusalén después de su ascensión. Perseveraban en la vida común y en la oración. El día de Pentecostés experimentaron una efusión del Espíritu, cuya principal manifestación fue la capacitación para hablar en diversos idiomas, de modo que la variada multitud de personas que habían venido a Jerusalén por la fiesta, los podían escuchar, cada uno en su propia lengua. Al menos tres veces repite el relato que los apóstoles hablaban lenguas distintas y cada uno de los extranjeros presentes entendía lo que los apóstoles predicaban. Este acontecimiento es entonces como un anticipo de la misión universal de la Iglesia. Los evangelizadores de todos los tiempos han ido por todos los pueblos y naciones del mundo; se han valido de intérpretes o han aprendido el idioma local para anunciar el único evangelio de Jesucristo a todos los pueblos, culturas, naciones y países. El evangelio es mensaje de salvación para todos los pueblos de todas las épocas porque es la respuesta que Dios da a las dos grandes preguntas que todos nos planteamos: ¿qué sentido tiene la vida si debemos morir? ¿qué posibilidad tengo de rehacer mi vida, cuando descubro que la he arruinado con mis decisiones equivocadas o malvadas? Esas dos preguntas, formuladas de ese modo o de otros mil, nacen en la mente y el corazón de todas las personas, de todos los tiempos y lugares, y reciben respuesta solo de Jesús. Por eso el evangelio es universal.

Pero esa no es la única función del Espíritu. Jesús en el evangelio destaca otras. El Señor instruye a sus discípulos y les dice que cuando venga el Espíritu de la verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Jesús enseña así a sus discípulos que el Espíritu es necesario para guiarnos a la verdad plena, es decir, para llevarnos a la plenitud de vida, para llevarnos a Dios. No se trata tanto de comunicar conocimientos intelectuales, sino de participar en la verdad que es el mismo Dios. El Espíritu anunciará las cosas que van a suceder, porque Él es anticipo del cielo, anticipo del futuro que esperamos, anticipo de la gloria y a vida eterna que buscamos. Jesús añade: Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes. El Espíritu nos remite a Jesús, nos une a Jesús glorioso y nos capacita para participar en la vida de Dios. Esa es nuestra salvación.

San Pablo, en la Carta a los Gálatas, que ha sido nuestra segunda lectura, nos habla de las transformaciones que el Espíritu realiza en quienes se dejan transformar por Él. Pablo es muy consciente de que en nosotros hay una multitud de tendencias contrarias al orden necesario para crecer en santidad. Nuestra libertad se ve arrastrada hacia múltiples acciones que nos destruyen, nos llevan al fracaso. Normalmente la pasión sexual incontrolada se suele poner como ejemplo de esas fuerzas que nos arrastran, por eso aparece primera en la lista que dice Pablo, pero no es la única. Pablo llama a ese conjunto de tendencias “la carne”, o en la traducción litúrgica “el desorden egoísta del hombre”: la lujuria, la impureza, el libertinaje, la idolatría, la brujería, las enemistades, los pleitos, las rivalidades, la ira, las rencillas, las divisiones, las discordias, las envidias, las borracheras, las orgías y otras cosas semejantes. ¿Cuáles otras semejantes? La corrupción, el comercio y consumo de drogas, la pornografía, la trata de personas, la violencia intrafamiliar, el robo, los asesinatos, el aborto, las mentiras y engaños. Todas estas acciones nos destruyen como personas, destruyen a quienes viven con nosotros y destruyen nuestra sociedad. ¿Tienen remedio? Sí, hay perdón de Dios para el que se arrepiente. Pero, sobre todo, el don del Espíritu, que recibimos en el bautismo y la confirmación, nos regenera para que actuemos de manera constructiva. Los frutos del Espíritu Santo son: el amor, la alegría, la paz, la generosidad, la benignidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio de sí. Ninguna ley prohíbe estas cosas.

Si tenemos la vida del Espíritu, actuemos conforme a ese mismo Espíritu. No opongamos resistencia al Espíritu en nosotros. Dejemos que nos regenere, que nos haga íntegros, que nos sane y nos santifique, y alcanzaremos así la salvación de Dios. El Espíritu Santo fortalece nuestra libertad para que hagamos el bien. Eso es Pentecostés: anticipo y garantía de la salvación que esperamos.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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