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La Trinidad como expresión de la cercanía de Dios a la creación y al hombre

Aunque judaísmo, cristianismo e islam somos religiones monoteístas y pertenecemos a la misma raíz religiosa, el modo de entender a Dios y la experiencia de Dios en cada una de estas religiones son muy diversos en cada una de ellas.  Solo los cristianos nos atrevemos a decir que Dios ha tenido una existencia humana y solo nosotros decimos que Dios puede habitar en el interior del hombre.  Esa cercanía de Dios a la creación y al hombre es posible porque Dios es Unidad diferenciada, es Trinidad, y no solo Unidad contenida en sí misma. Así nos lo comparte Mons. Mario Alberto Molina en su comentario a las lecturas del Domingo de la Santísima Trinidad.

En los primeros siglos de la Iglesia, las grandes discusiones teológicas se centraron en esclarecer y explicar cómo es Dios, quién es el Dios que conocimos en la experiencia de fe cristiana. Y la razón por la que las discusiones fueron tan fuertes es porque aquellos cristianos sabían que solo si pensamos recta y verdaderamente acerca de Dios teníamos garantizada nuestra salvación. Se puede decir que esta solemnidad de hoy, que celebramos el domingo siguiente a Pentecostés, tiene el propósito de darnos la oportunidad de reafirmar nuestra fe en Dios como lo hemos conocido a través de las palabras y la obra de Jesucristo.

Por una parte, nuestro Dios no tiene nada que ver con los dioses que están en la naturaleza. Esos son dioses que habitan cerros y cuevas, árboles y manantiales; son dioses que tienen por cuerpo el sol o la luna, el rayo y el trueno, la tierra nutricia o las fuerzas invisibles del cosmos. Son dioses que se confunden con el mundo natural en el que vivimos, de modo que nosotros casi que somos unos intrusos que debemos pedir perdón y permiso a la tierra cuando la labramos, a los árboles cuando tomamos sus frutos y talamos su tronco para obtener la madera para nuestras casas y la leña para nuestro fuego. Nosotros, los cristianos, por el contrario, decimos que nuestro Dios es creador de todo cuanto existe, que todo lo creó por su palabra, que nada de lo que existe es parte de su cuerpo o de su espíritu, sino que todo lo ha creado al servicio de la humanidad y bajo su cuidado. Dios es distinto del mundo y otro que el mundo, que es creatura como nosotros.

Los cristianos creemos que Dios es uno y creador de todo cuando existe y diferente de todo cuanto existe. Eso lo creen también los judíos y los musulmanes. En ese sentido ellos y nosotros creemos en un solo Dios, creador del cielo y la tierra, misericordioso y justo, Dios providente que guía la historia humana, ante quien debemos dar cuenta de nuestras acciones y que censura y castiga nuestras malas obras y premia nuestras buenas acciones. Pero a diferencia de judíos y musulmanes, nosotros creemos que ese Dios, sin dejar de ser el Dios invisible en el cielo, se hizo también “Dios con nosotros” en la tierra, en la persona de Jesús. La primera gran controversia cristiana en torno a Dios giró sobre la identidad de Jesucristo, a quien los escritos del Nuevo Testamento llamaban Hijo de Dios. ¿Qué significaba ese nombre? ¿Es Jesucristo Hijo de Dios en el sentido de que es tan Dios como el Padre del cielo o es Hijo de Dios en el sentido de que es un enviado de Dios, una creatura suya especial, una especie de ángel principal? El Sanedrín judío condenó a Jesús porque entendió claramente que él se presentaba como igual al Dios del cielo. El fundador del Islam se escandalizó cuando conoció la doctrina cristiana de la encarnación, según la cual Jesús es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. El Islam reconoce la dignidad de Jesús como profeta, como siervo de Dios, pero no como su igual. Y tras el Islam algunas formaciones religiosas recientes como los mormones o los adventistas reconocen el lugar y dignidad especial de Jesús, incluso pueden decir que es nuestro salvador y maestro, pero no reconocen la identidad divina que le damos los cristianos. Nosotros decimos que Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre. Decimos que es consustancial con el Padre, que comparte la misma sustancia y naturaleza que el Padre.

Decimos que Dios existe como ser trascendente en el cielo, y lo llamamos Padre. Pero tiene igualmente la capacidad de existir como creatura, como hombre, y lo hizo en Jesucristo, a quien damos la gloria como al Padre y junto con el Espíritu Santo. Y esta es la otra diferencia. Cuando en la oración invocamos a Dios y lo llamamos “Padre”, porque nos reconocemos como sus hijos adoptivos; cuando en momentos privilegiados experimentamos que estamos en comunión y en presencia de Dios; cuando nos sentimos y sabemos llenos de Dios, de su gozo, de su luz, de su consuelo, ¿estamos realmente en comunión con Dios? En cristiano decimos que sí. Que esas experiencias son posibles porque Dios Espíritu habita en nosotros, porque el Padre y el Hijo comparten su Espíritu con nosotros. El Espíritu Santo es el mismo Dios en cuanto que se nos comunica, nos santifica y nos hace participar de la misma vida de Dios. Él “procede del Padre y del Hijo, y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Esta audacia de afirmar que nosotros los creyentes entramos en comunión con Dios por la participación en su Espíritu es propia de los cristianos. Celebrar a la Trinidad, por lo tanto, es la oportunidad de afirmar nuestra fe en Dios tal como lo hemos conocido en la revelación y la obra de Jesucristo, y esto es importante para nosotros, pues según cómo pensemos a Dios, así también vivimos nuestra propia existencia en este mundo y nuestra salvación. ¡Cuidado, por lo tanto, con decir que todos creemos en el mismo Dios y que todo da igual!

En el pasaje del Deuteronomio que hemos escuchado hoy, aunque fue escrito antes de que Jesucristo viniera al mundo, Moisés invita al pueblo a preguntarse ¿hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, una cosa tan grande como ésta? ¿se oyó algo semejante? ¿Hubo algún dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro pueblo, a fuerza de pruebas, de milagros y de guerras, con mano fuerte y brazo poderoso? Nosotros los cristianos escuchamos esa pregunta de Moisés y pensamos en la obra de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que murió para el perdón de nuestros pecados y resucitó para derrotar y superar la muerte y a través del don de su Espíritu nos hizo su pueblo santo, para gloria de su nombre y salvación nuestra. Y con san Pablo afirmamos y sabemos que el mismo Espíritu Santo, a una con nuestro propio espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo, puesto que sufrimos con él para ser glorificados junto con él. Por eso al inicio de nuestra existencia cristiana, en el bautismo, quedamos consagrados al nombre de la Trinidad, cuando nos bautizan en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para que toda nuestra existencia se desarrolle desde entonces a la luz de ese Dios único y verdadero, que creó el mundo, nos redimió del pecado y la muerte, nos congregó en la Iglesia y habita en nosotros como anticipo y garantía de la vida eterna que esperamos.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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