El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 18 de julio.
El evangelio nos narra un episodio que nos permite atisbar en los sentimientos de Jesús. Según el evangelista san Marcos, Jesús decide retirarse a un lugar solitario para descansar un tiempo con sus discípulos que acaban de regresar de una gira misionera a la que los había enviado. Cuando desembarcan en el lugar elegido, se sorprenden al descubrir que, lejos de ser un lugar solitario, allí se ha congregado una gran multitud de personas. El evangelista no deja muy claro cómo llegaron allí, cómo hicieron para llegar antes que Jesús. Pero ahí están. El proyecto e intención de Jesús de descansar se ve frustrado. Pero en vez de disgustarse por el contratiempo, Jesús se compadeció de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.
Evidentemente Jesús vio en la presencia de tanta gente en un lugar supuestamente apartado y solitario un intenso deseo de escucharlo, de estar con él, de recibir de él alivio en sus sufrimientos y alientos de esperanza. Por eso Jesús se puso a enseñarles de inmediato. Pero aquella gente en realidad nos representa a todos nosotros. Nosotros también buscamos a Jesús, porque queremos escuchar de él palabras de esperanza y de vida eterna.
Sin embargo, debemos tomar conciencia que muchos de nuestros contemporáneos no se sentirían cómodos con la idea de que necesiten un pastor. Nuestra cultura exalta la autonomía, la libertad, la independencia personal. Con frecuencia decimos que no necesitamos a ningún pastor que nos guíe y reclamamos el derecho a decidir por nosotros mismos. Pero sorprendentemente no somos tan autónomos e independientes como pretendemos. Contamos con asesores legales y nos dejamos guiar por sus consejos en los embrollos con la ley. Confiamos en los asesores financieros cuando tenemos que tomar decisiones sobre montos considerables de dinero. Por supuesto, por lo general, obedecemos los consejos y advertencias médicas, cuando de la salud se trata. Para reparar el vehículo recurrimos a un mecánico de confianza y ponemos en sus manos la seguridad de nuestras vidas en la carretera. Y así podemos ir por una multitud de ámbitos de la realidad, en los que buscamos consejo, en los que nos dejamos guiar por quien suponemos que nos puede orientar mejor. Los únicos ámbitos en los que muchos prefieren no tener consejeros, ni pastores ni guías son el religioso y el moral. En esos campos afirman su autonomía y reclaman su libertad para decidir. Muchos se fabrican religiones a su gusto y se dan criterios morales según su propio entender. Y ese es precisamente el único ámbito en el que Jesús pretende ejercer de pastor y guía. Por eso también lo rechazan.
¿Qué buscaba aquella gente que esperaba la llegada de Jesús en aquel paraje que él creía solitario? ¿Qué buscamos quienes hoy todavía recurrimos a Jesús y a su Evangelio para encontrar una palabra de aliento, un consejo de conciencia, una propuesta de esperanza? Buscamos fundamentalmente sentido de vida y salvación frente a los dos enigmas que cuestionan nuestra existencia.
Preferimos olvidar que somos mortales, pero sabemos que la muerte está a la vuelta de la esquina. La pandemia ha hecho más abrumadora su presencia. La muerte le roba sentido a la vida y al esfuerzo que cuesta construirla de modo significativo. Muchos prefieren aceptarla como un hecho inevitable. O simplemente aceptan que la vida hay que aguantarla y no agradecerla. La mentalidad que promueve la eutanasia surge de esa idea de que la vida es un peso y una carga y que cuando carece de las satisfacciones mínimas, no vale la pena permanecer vivo. Pero en el fondo, esos planteamientos se deben a que se ha perdido la esperanza de encontrarle sentido a la vida frente a la muerte. Sin embargo, quien busca ese sentido de vida, siente también la necesidad de alguien que lo otorgue. Necesitamos ser liberados de la muerte.
A este enigma se añade otro: nos equivocamos, tomamos decisiones erróneas, arruinamos por ello esa vida que pensábamos construir a nuestro mejor entender. A veces hasta somos perversos y actuamos de tal forma que con nuestras acciones nos destruimos a nosotros mismos y causamos daño a nuestras familias y a la sociedad. En términos teológicos: pecamos. Nuestras decisiones equivocadas o malévolas le quitan valor a la vida. Quienes abogan por la pena de muerte lo hacen a partir de la convicción de que algunas acciones privan a la persona del derecho de seguir vivas. Por eso es legítimo preguntarse si hay perdón, si es posible la rehabilitación, si alguien puede devolverle a la persona el derecho de vivir.
Esas son los dos ámbitos en los que las personas de todos los tiempos buscamos a un pastor que nos ilumine, que nos ayude a encontrar el sentido y el valor para seguir viviendo. A ellos responde Jesús. Él nos enseña que a la base de la realidad no está la fatalidad o el azar, sino el designio benévolo de Dios. Él murió por nosotros para que su muerte nos habilitara para recibir de Dios el perdón regenerador que le devuelve a la vida su valor. Él resucitó para romper el poder de la muerte. De esa cuenta, la muerte no es ya para quienes siguen a Jesús el destino fatal, la aniquilación total, sino la puerta a la plenitud. De ese modo la vida recobra sentido, pues con nuestras acciones ahora nos hacemos idóneos para recibir de Dios la vida en plenitud que dura más allá de la muerte. Jesús es aquí nuestro guía y nuestro pastor.
Por eso dice san Pablo en la segunda lectura de hoy, que Cristo vino para anunciar la buena nueva de la paz. Así podemos acercarnos al Padre, por la acción de un mismo Espíritu. Hay muchos que asumen el papel de guías, pero son falsos guías. El profeta Jeremías, en la primera lectura de hoy se queja de quienes se arrogan el papel de guías y pastores, pero en realidad solo buscan el propio beneficio y conducen a quienes se dejan guiar por ellos a una ruina todavía mayor. De allí la importancia de reconocer al verdadero pastor que Dios nos ha enviado. Ese es Jesús, que no solo se compadece de nuestra miseria y extravío, sino que con su vida y con su palabra es para nosotros luz, camino y plenitud.
Mons. Mario Alberto Molina OAR