El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 22 de octubre.
En el evangelio de san Marcos, el episodio de la curación del ciego Bartimeo ante-cede inmediatamente al relato del ingreso mesiánico de Jesús en Jerusalén. Por lo tanto, cuando el episodio que acabamos de escuchar termina diciendo que Bartimeo recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino, debemos entender que ese camino conducía a Jerusalén. Y en Jerusalén Jesús no solo ingresó entre las aclamaciones del pueblo, sino que también fue entregado a la muerte entre los gritos de rechazo de ese mismo pueblo. Por este motivo el relato se ha entendido como un ejemplo de discipulado y la recuperación de la vista como una alegoría de la llegada a la fe.
Jesús sale de la ciudad de Jericó y se encamina a Jerusalén. En la parábola del buen samaritano, la acción tiene lugar precisamente en ese camino; el hombre asaltado y mal-tratado hacía el camino inverso de Jerusalén a Jericó. Como el hombre maltratado de la parábola, también ahora un hombre necesitado está sentado a la vera del camino. Es un ciego. No ha sufrido ningún maltrato, pero no ve; pide limosna. Jesús sube en compañía de sus discípulos y de mucha gente; por lo que el ciego pregunta a qué se debe el barullo. Le dicen que pasa Jesús Nazareno. El ciego habría oído hablar de él, pues de inmediato lanza un grito de auxilio y salvación: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! No grita una vez, sino varias veces y con insistencia. Al punto que la gente que acompañaba a Jesús trataba de que no siguiera gritando, que no importunara al Señor. Al invocarlo como hijo de David, el ciego reconoce la identidad mesiánica de Jesús y en cierto modo anticipa las aclamaciones con las que Jesús será recibido en Jerusalén.
Jesús escucha el grito de Bartimeo, se detiene y pide que hagan llegar al ciego a su presencia. Ahora, la misma gente que trataba de impedir que el ciego gritara, ante la orden de Jesús le dan ánimo y lo convocan para que llegue ante Jesús. El evangelista dice que el ciego da un salto y tira su manto. Este gesto del ciego ha sido objeto de las más variadas interpretaciones. Unos dicen que se trataba del manto que había extendido frente a sí mientras estaba sentado para que la gente depositara allí sus limosnas y que por lo tanto ante la convocatoria de Jesús el ciego renuncia a las monedas que representaban su sustento. Otros dicen que se trataba del manto que tenía puesto sobre sus hombros y que tira a un lado para caminar más ágilmente. Otros ven un valor simbólico en el gesto; el ciego aleja de sí su vida pasada y abre su corazón al discipulado, al seguimiento de Jesús.
Cuando Bartimeo llega a la presencia de Jesús, este le pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? Debía ser obvio para Jesús cuál era la necesidad más urgente que sentía el ciego. Sin embargo, al hacer la pregunta, hace que el ciego presente su necesidad con una frase que tiene doble significado. El ciego responde: Maestro, que pueda ver. Esa respuesta tiene un significado obvio: “que recobre la vista de mis ojos”. Pero también hay una ceguera del corazón, una ceguera de la mente, que es más grave que la ceguera de los ojos, pues es la ceguera que nos impide ver el destino y sentido de nuestra existencia. Puesto que al final, Bartimeo sigue a Jesús y se convierte en un discípulo suyo, hay que ver en su petición un clamor más profundo: Te invoqué como Mesías, Hijo de David, porque estoy necesitado de salvación, no veo la meta de mi vida, no sé para dónde voy. Si interpretamos el grito de Bartimeo en esos términos, ese resulta ser el grito de muchos hombres y mujeres que caminan entre nieblas por la vida buscando el sol que alumbre sus días.
A la petición de Bartimeo Jesús responde con una orden y una declaración: Vete; tu fe te ha salvado. Jesús en su respuesta no menciona la curación de los ojos, sino que declara la fe de la mente. Vete. Es decir, ya se ha cumplido lo que deseas. Ya puedes ver con tus ojos carnales al que ya veías con los ojos de la fe cuando clamaste hacia mí llamándome Hijo de David, ten compasión de mí. El evangelista sí dice que Bartimeo recuperó la vista, pero añade que Bartimeo comenzó a seguir a Jesús como un discípulo: Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino. Este relato de la curación de Bartimeo se convierte así en una historia de discipulado. El bautismo recibió en la antigüedad también el nombre de “iluminación”, porque con la fe y el bautismo se abrían los ojos de la mente para reconocer a Jesús como nuestro salvador y seguirlo.
Los cristianos creemos que Jesús es el único salvador que hay. Es él el único que puede iluminarnos para que conozcamos hacia dónde vamos, cuál es el sentido de nuestra vida, para qué hemos nacido. Hemos nacido porque Dios nos ama, porque Dios nos ha pensado. Existimos en el pensamiento y el amor de Dios antes de que comencemos a existir en el vientre de nuestras madres. Dios también nos llama y nos convoca a buscarlo a Él a través del seguimiento de Jesús, pues Dios es también la meta y plenitud de nuestras vidas. Dios nos ha hecho para sí y no tendremos sosiego hasta que descansemos en Él. Ese es un pensamiento que san Agustín expresó en el libro de sus Confesiones. Al contar su propia vida en ese famoso libro, san Agustín reconoce que una inquietud lo ha guiado siempre: la búsqueda de la verdad, de aquello que diera firmeza y solidez a su existencia. Su inquietud encontró respuesta cuando descubrió a Dios, conoció a Jesús y se dejó guiar por el Espíritu Santo para creer en Él y entregarse a Él. Que el ciego Bartimeo sea para nosotros modelo y ejemplo para pedirle a Jesús la vista de la fe y para que luego tengamos la prontitud de ánimo para seguirlo.
Mons. Mario Alberto Molina OAR