Todos alguna vez nos hemos topado con algo inesperado. Una persona que llega a casa en el momento menos oportuno; encontrarte dinero en el bolsillo del pantalón sin recordar desde cuándo está allí; ese pájaro simpático que te envía un ‘regalo’ desde lo alto en forma de mancha en tu preciosa camisa blanca; alguien que conoces un día y te marca para toda la vida; la noticia de la enfermedad o pérdida de un ser querido. Por definición, lo inesperado es aquello que sucede de repente, sin esperarlo, y suscita en nosotros reacciones de bloqueo, alegría, enfado, compromiso, tristeza o, en ocasiones, una oportunidad para la creatividad.
Recuerdo que, durante un campamento de verano, tuvimos que reinventar sobre la marcha todo el programa de actividades previstas. Por aquello del espíritu aventurero, ese año habíamos decidido cambiar el lugar donde siempre íbamos por una instalación en mitad del campo en la que, curiosamente, todo funcionaba con energía solar. En los meses previos de preparación barajamos muchas cosas que podían fallar, pero nunca se nos pasó por la cabeza que, cada día, a eso de las siete de la tarde, nos íbamos a quedar sin electricidad. Fue algo que nos obligó a experimentar la necesidad diaria de aprender a desaprender para reaprender. Estábamos en medio del campo. No podíamos utilizar los congeladores para conservar la comida, nos quedábamos sin iluminación eléctrica todas las noches, muchas de las actividades previstas tuvieron que reorientarse sobre la marcha. Un verdadero desastre organizativo que, sin embargo, supuso una de las mejores experiencias de campamento para los que allí estábamos. Porque cuando las dificultades llegan, y la creatividad y el trabajo en equipo se ponen en marcha, contra todo pronóstico, los resultandos sorprenden.
En su obra, El shock del futuro, Alvin Toffler, citando al psicólogo Herbert Gerjuoy, dice: “Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir, sino aquellos que no puedan aprender, desaprender y reaprender”. En un mundo en continuo cambio donde la incertidumbre por lo que puede pasar cada día nos inquieta, esta clave de aprendizaje continuo cobra más sentido que nunca.
Cuando un significativo número de niños te dice que de mayor quieren ser ‘youtubers’; cuando un virus imposible de ver a simple vista es capaz de paralizar el mundo durante meses; cuando el teléfono que llevamos en el bolsillo tiene muchísima más tecnología que la que pudo llevar al hombre hasta la Luna; cuando el ser humano es capaz de desarrollar tecnología para acabar varias veces con el planeta; cuando no te resulta raro ver un chiste gráfico que muestra a un perro encima de un árbol haciendo la siguiente reflexión: “Nací perro, pero gracias a la ideología de género soy un pájaro”; cuando todo esto forma parte de nuestro día a día, y, en cierto modo, no nos resulta extraño, deberíamos concluir que mucho de lo que creíamos inmutable, también puede cambiar. Y es, precisamente, esa capacidad de adaptarnos a los cambios, de reinventarnos, de caernos y levantarnos, de leer los signos de los tiempos y dialogar con las circunstancias, de abrirse a la novedad, de aprender del error, todo ello es lo que define la grandeza del ser humano.
Ahora bien, para poder aprender a desaprender y volver a aprender, no podemos tener como guía única el cambio continuo, sino que se hace indispensable una fundamentación, unos puntos de referencia fijos en los que descansar, unas verdades basadas en lo que nos une y define, y que deben ser asumidas y respetadas por todos. Si no, el estado líquido en que viven nuestras sociedades, nuestras instituciones, nuestro mundo, nos puede hacer naufragar.
Aprender proviene de la palabra latina apprehendĕre, y significa adquirir el conocimiento de algo por medio del estudio o de la experiencia. Uno de los debates de la filosofía clásica consistía en determinar si el conocimiento proviene sólo de los sentidos o si hay algo innato en nosotros a partir de lo cual surgen en nosotros las ideas. Las posturas más moderadas concluyeron que ambas eran fuentes de conocimiento, dado que la experiencia nos enseña, como también lo hacen los instintos o lo que, con el paso del tiempo, hemos llamado conciencia. Todo ello es fundamento de lo que somos y hacemos.
En cualquier caso, en un mundo cambiante en el que las modas, las opiniones, lo efímero parece ser lo que cuenta, cobra mayor importancia hablar de valores humanos y trascendentes, aprender de la historia, tener en cuenta la voz de la experiencia de los que nos han precedido, no pretender convertirnos en los primeros que hacemos algo, sino, más bien, asumir con humildad que somos una pequeña pieza de la historia, muy poca cosa en la inmensidad del universo y que, como mucho, podremos aportar una gota en medio del océano. Eso es lo que llamamos cultura, el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social que se transmite de generación en generación. La cultura, ligada al concepto de civilización, nos habla de algo que permanece, algo que se traspasa de unos a otros, no es un eterno comenzar, sino un aprender del pasado, teniendo en cuenta el presente y mirando al futuro.
La actitud de aprender a desaprender para volver a aprender es una buena guía para nuestro mundo actual. Para ello, será importante reconocer como don todo lo recibido, desde la vida, la herencia cultural y el regalo de la fe. Será también importante vivir con responsabilidad el cuidado de nuestro mundo, y de todos los que convivimos, especialmente de los más vulnerables. Y, finalmente, tendremos que soñar y comprometernos con un futuro mejor para todos, que podamos entregar a los que tomen nuestro relevo. Desde ahí, también ellos podrán aprender a desaprender para reaprender.
Antonio Carrón OAR