«Haz el bien; busca la justicia»
(cf. Isaías 1, 17)
Cuando entráis en mi presencia y penetráis por mis atrios, ¿quién os exige esas cosas? No traigáis más ofrendas injustas, el humo de su cremación me resulta insoportable. Novilunio, sábado, asamblea… no soporto reuniones de malvados. Odio novilunios y fiestas, me resultan ya insoportables, intento en vano aguantarlos. Cuando tendéis las manos suplicantes, aparto mi vista de vosotros; por más que aumentéis las oraciones, no pienso darles oído; vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos; apartad de mi vista todas vuestras fechorías; dejad ya de hacer el mal. Aprended a hacer el bien, tomad decisiones justas, restableced al oprimido, haced justicia al huérfano, defended la causa de la viuda. Venid y discutamos esto, dice el Señor. Aunque sean vuestros pecados tan rojos como la grana, blanquearán como la nieve; aunque sean como la púrpura, como lana quedarán. (Isaías 1, 12-18)
DÍA 1: Aprended a hacer el bien
DÍA 2: Cuando se hace justicia…
DÍA 3: Haz justicia, ama la misericordia, camina humildemente
DÍA 4: Ahí está el llanto de los oprimidos
DÍA 5: Cantos de Sión en tierra extraña
DÍA 6: Lo que hicisteis con uno de estos mis pequeños… a mí me lo hicisteis
DÍA 7: Lo que ahora es no tiene por qué seguir siendo así
DÍA 8: La justicia restaura la comunión
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Sermón 268 de San Agustín sobre la comunión en los cristianos
1. La venida del Espíritu Santo ha revestido de solemnidad para nosotros este día; es el quincuagésimo después de la resurrección, número que proviene de multiplicar los días de la semana por siete. Si contáis las siete semanas, hallaréis sólo cuarenta y nueve días, pero se añade la unidad para intimar la unidad. ¿En qué consistió la venida misma del Espíritu Santo? ¿Qué obró? ¿Cómo mostró su presencia? ¿De qué se sirvió para manifestarla? Todos hablaron en las lenguas de todos los pueblos. Estaban reunidos en un lugar ciento veinte personas, número sagrado que resulta de multiplicar por diez el número de los apóstoles. ¿Cómo sucedió, pues? ¿Cada uno de aquellos sobre los que vino el Espíritu Santo hablaba una de las lenguas, unos una y otros otra, como repartiendo entre ellos las de todos los pueblos? La realidad fue distinta: cada hombre, un solo hombre, hablaba las lenguas de todos los pueblos. Un solo hombre hablaba las de todos los pueblos: he aquí simbolizada la unidad de la Iglesia en los idiomas de todas las naciones. También aquí se nos intima la unidad de la Iglesia católica difusa por todo el orbe.
2. Por tanto, quien tiene el Espíritu Santo está dentro de la Iglesia que habla las lenguas de todos. Quienquiera que se halle fuera de ella, carece del Espíritu Santo. El Espíritu Santo se dignó manifestarse en las lenguas de todos los pueblos para que el que se mantiene en la unidad de la Iglesia, que habla en todos los idiomas, comprenda que posee el Espíritu. Un solo cuerpo –dice el apóstol Pablo-; un solo cuerpo y un solo Espíritu. Considerad nuestros miembros. El cuerpo consta de muchos miembros, y un único espíritu aporta vida a todos ellos. Ved que, gracias al alma humana por la que yo mismo soy hombre, mantengo unidos todos los miembros. Mando a los miembros que se muevan, aplico los ojos para que vean, los oídos para que oigan, la lengua para que hable, las manos para que actúen y los pies para que caminen. Las funciones de los miembros son diferentes, pero un único espíritu unifica todo. Muchas son las órdenes, muchas las acciones, pero uno solo quien da órdenes y uno solo al que se le obedece. Lo que es nuestro espíritu, esto es, nuestra alma, respecto a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo respecto a los miembros de Cristo, al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por eso, el Apóstol, al mencionar un solo cuerpo, para que no pensásemos en uno muerto, dijo: Un solo cuerpo.Pero te suplico: -¿Este cuerpo está vivo? -Sí, vive. -¿De dónde recibe la vida? -De un único espíritu. Y un solo Espíritu.Centrad, pues, hermanos, la atención en nuestro cuerpo y doleos de los que se desgajan de la Iglesia. Cada uno de nuestros miembros realiza sus funciones mientras estamos con vida, mientras nos mantenemos sanos; si uno sufre por cualquier causa, todos los miembros sufren con él. Con todo, puesto que está en el cuerpo, puede sentir dolor, pero no puede expirar. ¿Qué es, pues, expirar sino perder el espíritu? Y ahora, si un miembro se separa del cuerpo, ¿le sigue, acaso, el espíritu? Se reconoce el miembro de que se trata: es un dedo, una mano, un brazo, una oreja; fuera del cuerpo tiene solamente la forma, pero no la vida. Lo mismo sucede al hombre separado de la Iglesia. Buscas en él el sacramento, y lo encuentras; buscas el bautismo, y lo encuentras; buscas el símbolo, y lo encuentras. Es la forma exterior; pero, si el espíritu no te vigoriza interiormente, en vano te glorías externamente del rito.
3. Amadísimos, mucho nos insiste Dios en la unidad. Tiene que haceros pensar el que, al principio de la creación, cuando Dios realizó todas las cosas, cuando creó los astros en el firmamento, y en la tierra las hierbas y los árboles, dijo: Produzca la tierra, y aparecieron los árboles y cuanto verdea; dijo: Produzcan las aguas los peces y las aves, y así se hizo; Produzca la tierra el alma viviente de todos los animales domésticos y fieras salvajes, y así acaeció. ¿Hizo Dios, acaso, de una sola ave todas las demás; de un solo pez, de un solo caballo y de una sola fiera los restantes peces, caballos y fieras salvajes? ¿No produjo, por ventura, la tierra abundantes cosas al mismo tiempo y empreñó muchos seres con múltiples fetos? Pero llegó a la creación del hombre y creó uno solo, y de ese uno, todo el género humano. Ni siquiera quiso hacer dos, varón y mujer, por separado, sino uno solo, y de ese primer hombre hacer una sola mujer. ¿Por qué así? ¿Por qué el género humano toma comienzo de un solo hombre sino porque así se intima la unidad al género humano? También Cristo el Señor nació de sólo una mujer, pues la unidad es virginal: conserva la virginidad, mantiene la incorrupción.
4. El Señor mismo encarece la unidad de la Iglesia a los apóstoles. Se les aparece, ellos creen estar viendo un espíritu, se asustan, se les asegura de lo contrario y se les dice: ¿Por qué estáis turbados y suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ved mis manos; palpad y ved que un espíritu no tiene huesos ni carne, como veis que tengo yo. Ved que, mientras ellos estaban todavía turbados por la alegría, toma alimento; no porque lo necesitase, sino porque así lo quiso; lo toma en presencia de ellos; contra los im?píos, les encarece la verdad de su cuerpo y la unidad de la Iglesia. ¿Qué les dice, pues? ¿No son éstas las cosas de que os hablé cuando estaba todavía con vosotros, a saber, que convenía que se cumpliese cuanto está escrito sobre mí en la ley, en los profetas y en los salmos? Entonces les abrió la inteligencia –dice el evangelio- para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: Así está escrito: convenía que Cristo padeciera y resucitase de entre los muertos al tercer día. He aquí nuestra cabeza, he aquí la cabeza: ¿dónde están los miembros? He aquí al esposo: ¿dónde está la esposa? Lee las tablas matrimoniales; escucha al esposo. ¿Buscas la esposa? Escúchalo a él: nadie le quita la suya, nadie le introduce una extraña. Escucha lo que te diga él. ¿Dónde buscas a Cristo? ¿En las fábulas humanas o en la verdad de los evangelios? Padeció, resucitó al tercer día, se manifestó a sus discípulos. Ya lo tenemos a él. ¿Dónde la buscamos a ella? Preguntémoselo a él: Convenía que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día. Esto ya ocurrió, ya está a la vista. Dinos, Señor; dínoslo tú, Señor, para que no nos equivoquemos: Y que en su nombre se predique la penitencia y el perdón de los pecados por todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Comenzó por Jerusalén y llegó hasta nosotros. Está tanto allí como aquí, pues para venir hasta nosotros no se alejó de allí; se trata de expansión, no de migración. Esto lo intimó luego después de su resurrección. Vivió con ellos cuarenta días; a punto de subir al cielo, nos encomendó la Iglesia otra vez. El esposo, listo para emprender el viaje, confió su esposa a sus amigos, no para que entregue su amor a alguno de ellos, sino para que siga amándolo a él como a esposo, y a ellos como a amigos del esposo, pero a ninguno de ellos como a esposo. De esto se preocupan con celo los amigos del esposo, y no permiten que pierda su virginidad en aras de un amor lascivo. Un amor de este estilo sería odio. Considerad ahora al celoso amigo del esposo: cuando ve que la esposa se entrega, por así decir, a la fornicación en brazos de los amigos del esposo, dice: Oigo decir que hay cismas entre vosotros, y en parte lo creo. Los de Cloe me han comunicado, hermanos, que hay entre vosotros discordias y que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso ha sido crucificado Pablo por vosotros o habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? ¡Oh amigo! Él rechaza de sí el amor de una esposa que no es suya. No quiere ser amado como si fuera el esposo, para poder reinar con el esposo. Se nos ha confiado, pues, la Iglesia. También, cuando ascendió al cielo, les dijo a quienes le preguntaban acerca del fin del mundo: Dinos cuándo sucederán estas cosas y cuál será el momento de tu venida. Él respondió: No os corresponde a vosotros conocer el momento, que el Padre se ha reservado en su poder. Escucha lo que te enseña el maestro, ¡oh discípulo!: Pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros. Y así sucedió: a los cuarenta días ascendió al cielo, y he aquí que hoy, con la llegada del Espíritu Santo, que los llenó a todos, hablan las lenguas de todos los pueblos. Una vez más se nos encarece la unidad mediante las lenguas de todos los pueblos. Nos la encarece el Señor al resucitar, Cristo al ascender al cielo, y la confirma hoy el Espíritu Santo que viene.
Homilía del Papa Francisco en la Semana de oración por la unidad de los cristianos 2022
En este camino nos ayudan los Magos. Contemplemos esta tarde su itinerario, que consta de tres etapas: comienza en oriente, pasa por Jerusalén y por último llega a Belén.
1. Antes que nada, los Magos salen «del oriente» (Mt 2,1), porque desde allí ven aparecer la estrella. Inician su viaje en oriente, que es donde sale el sol, pero van en busca de una luz más grande. Estos sabios no se conforman con sus conocimientos y sus tradiciones, sino que desean algo más. Por eso afrontan un viaje arriesgado, impulsados por la inquietud de la búsqueda de Dios. Queridos hermanos y hermanas, sigamos también nosotros la estrella de Jesús. No nos dejemos deslumbrar por los resplandores del mundo, estrellas esplendentes pero fugaces. No sigamos las modas del momento, meteoros que se apagan; no caigamos en la tentación de brillar con luz propia, o sea de encerrarnos en nuestro grupo y salvaguardarnos a nosotros mismos. Que nuestra mirada esté fija en Cristo, en el cielo, en la estrella de Jesús. Sigámoslo a Él, a su Evangelio y a su invitación a la unidad, sin preocuparnos de lo largo y difícil que será el camino para alcanzarla plenamente. No olvidemos que la Iglesia, nuestra Iglesia, en el camino hacia la unidad, contemplando la luz, continúa siendo el “mysterium lunae” Anhelemos y caminemos juntos, apoyándonos recíprocamente, como lo hicieron los Magos. La tradición nos los ha descrito frecuentemente vestidos con trajes diferentes, para simbolizar pueblos diversos. En los Magos podemos ver reflejadas nuestras diferencias, las distintas tradiciones y experiencias cristianas, pero también nuestra unidad, que nace del mismo deseo: mirar al cielo y caminar juntos en la tierra. Caminar.
El oriente nos hace pensar también en los cristianos que viven en varias regiones diezmadas por la guerra y la violencia. Es precisamente el Consejo de las Iglesias de Oriente Medio el que ha preparado los subsidios para esta Semana de oración. Estos hermanos y hermanas nuestros tienen muchos desafíos difíciles que afrontar y, sin embargo, con su testimonio nos dan esperanza, nos recuerdan que la estrella de Cristo sigue brillando en las tinieblas y no se apaga; que el Señor desde lo alto acompaña y alienta nuestros pasos. Alrededor de Él, en el cielo, brillan juntos, sin distinciones de confesión, muchísimos mártires, que nos indican a los que estamos en la tierra, un camino preciso, el de la unidad.
2. De oriente los Magos llegan a Jerusalén con el deseo de Dios en el corazón, diciendo: «Vimos su estrella en el oriente y hemos venido a adorarlo» (v. 2). Pero de su deseo por el cielo son llevados de regreso a la dura realidad de la tierra: «cuando el rey Herodes oyó esto —dice el Evangelio—, se alarmó, y con él toda Jerusalén» (v. 3). En la ciudad santa los Magos, en vez de ver reflejada la luz de la estrella, experimentan la resistencia de las fuerzas oscuras del mundo. No es sólo Herodes el que se siente amenazado por la novedad de una realeza distinta de la corrompida por el poder mundano, es toda Jerusalén la que se turba por el anuncio de los Magos.
Incluso en nuestro camino hacia la unidad podemos estancarnos por la misma razón que paralizó a aquella gente: la conmoción, el miedo. Es el temor a la novedad, que sacude los hábitos y las seguridades adquiridas; es el miedo a que el otro desestabilice mis tradiciones y mis esquemas consolidados; pero, en el fondo, es el miedo que vive en el corazón del hombre y del que el Señor Resucitado quiere liberarnos. Dejemos, pues, resonar en nuestro camino de comunión su exhortación pascual: «¡No teman!» (Mt 28,5.10). No temamos anteponer al hermano a nuestros miedos, porque el Señor quiere que confiemos los unos en los otros y que caminemos juntos, a pesar de nuestras debilidades y nuestros pecados, a pesar de los errores del pasado y las heridas recíprocas.
En Jerusalén, lugar de decepción y de oposición, justo donde la vía indicada por el Cielo parece estrellarse contra los muros levantados por los hombres, es donde los Magos descubren el camino hacia Belén; y son los sacerdotes y los escribas quienes, escrutando las Escrituras (cf. Mt 2,4), dan la indicación. Los Magos encuentran a Jesús no solo gracias a la estrella, que entretanto había desaparecido; sino también a la Palabra de Dios. Tampoco nosotros, los cristianos, podemos llegar al Señor sin su Palabra viva y eficaz (cf. Hb 4,12), que fue dada a todo el Pueblo de Dios para ser recibida, para orar con ella, para ser meditada junto con todo el Pueblo de Dios. Acerquémonos, pues, a Jesús por medio de su Palabra, pero acerquémonos también a nuestros hermanos por medio de la Palabra de Jesús. Así su estrella surgirá de nuevo en nuestro camino y nos dará alegría.
3. Esto es lo que les sucedió a los Magos cuando llegaron a su última etapa: Belén. Allí entran en la casa, se postran y adoran al Niño (cf. Mt 2,11). Así es como termina su viaje: juntos, en la misma casa, en adoración. De este modo los Magos anticipan a los discípulos de Jesús, que aun diversos pero unidos, al final del Evangelio se postran delante del Resucitado en el monte de Galilea (cf. Mt 28,17); se convierten en un signo de profecía para nosotros, que anhelamos al Señor, que somos compañeros de viaje por los caminos del mundo y buscadores de los signos de Dios en la historia a través de la Sagrada Escritura. Hermanos y hermanas, también para nosotros la unidad plena, ese estar en la misma casa, sólo puede realizarse si adoramos al Señor. Queridas hermanas y queridos hermanos, la etapa decisiva del camino hacia la plena comunión requiere una oración más intensa, requiere que adoremos, requiere la adoración de Dios.
Los Magos nos recuerdan entonces que para adorar hay un paso que dar: es necesario postrarse. Este es el camino, abajarnos, dejar de lado nuestras pretensiones y poner al Señor en centro. Cuántas veces el orgullo ha sido el verdadero obstáculo para la comunión. Los Magos tuvieron el valor de dejar en casa prestigio y reputación, para abajarse en la pobre casita de Belén; fue así como se llenaron de una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Abajarse, dejar, simplificar. Pidamos a Dios en esta tarde que nos conceda esta valentía, la valentía de la humildad, único camino para llegar a adorar a Dios en la misma casa y en torno al mismo altar.
En Belén, después de postrarse en adoración, los Magos abren sus cofres y ofrecen oro, incienso y mirra (cf. v. 11). Esto nos recuerda que sólo después de haber orado juntos, que sólo ante Dios y bajo su luz, nos damos realmente cuenta de los tesoros que cada uno posee. Pero son tesoros que pertenecen a todos, que deben ser ofrecidos y compartidos. Son, en efecto, dones que el Espíritu Santo destina para el bien común, para la edificación y la unidad de su pueblo. Y esto lo constatamos cuando rezamos, pero también cuando servimos: cuando damos a quien tiene necesidad, se lo estamos dando a Jesús, que se identifica con los pobres y los marginados (cf. Mt 25,33-40); y es Él quien nos une a los unos con los otros.
Los dones de los Magos simbolizan lo que el Señor quiere recibir de nosotros. A Dios hay ofrecerle el oro, el elemento más valioso, porque Dios está al centro. Es a Él a quien debemos mirar, no a nosotros; a su voluntad, no a la nuestra; a sus caminos, no a los nuestros. Y si el Señor está realmente en el primer lugar, entonces nuestras opciones, incluso las eclesiásticas, ya no pueden basarse en las políticas del mundo, sino en los deseos de Dios. Después está el incienso, que nos recuerda la importancia de la oración, que sube a Dios como perfume agradable (cf. Sal 141, 2). No nos cansemos, pues, de rezar los unos por los otros y los unos con los otros. Y, por último, la mirra, que se usará para honrar el cuerpo de Jesús depuesto de la cruz (cf. Jn 19,39), nos recuerda la necesidad de cuidar la carne sufriente del Señor, desgarrada en los miembros de los pobres. Sirvamos a los necesitados, sirvamos juntos a Jesús sufriente.
Queridos hermanos y hermanas, sigamos las indicaciones de los Magos para nuestro camino; y actuemos como ellos, que para regresar a casa “tomaron otro camino” (Mt 2,12). Sí, como Saulo antes de encontrarse con Cristo, también nosotros necesitamos cambiar de ruta, invertir el rumbo de nuestros hábitos y de nuestros intereses para encontrar la senda que el Señor nos muestra, el camino de la humildad, el camino de la fraternidad, de la adoración. Te pedimos Señor que nos concedas el valor de cambiar camino, de convertirnos, de seguir tu voluntad y no nuestras conveniencias; de ir hacia adelante juntos, hacia Ti, que con tu Espíritu quieres que todos seamos una sola cosa. Amén.
25 de enero de 2022