Cuántas veces hemos escuchado expresiones de nuestro padre san Agustín, que se han hecho inmortales: «Una sola alma y un solo corazón dirigido hacia a Dios», «Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Dios». Las dos citas orientan la mirada a Dios, preciosa clave para nosotros, que también estamos buscando y que recorremos el camino que termina en Dios. Pero este camino solo transcurre por las bienaventuranzas:
Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredaran la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tiene hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros, cuando los insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5, 2-12).
Tener la mirada puesta en Dios y el corazón inquieto, como dice Agustín, al final de estas frases, incluye asimismo heredar la tierra, alcanzar misericordia, ver a Dios, ser llamado hijos de Dios, recibir una gran recompensa en el cielo, saciarse, ser consolados, todas estas promesas nos conducen hacia el reino de Dios. Todas han de ser el motor de nuestra vida como caminantes. Si bien en ocasiones nos parezcan contradictorias, sabemos que debemos pasar por las bienaventuranzas, para poder alcanzar la bondad y el amor de Dios en nuestra vida.
Ojalá que nunca dejemos de mirar la meta, el reino de Dios, y de este modo ser capaces de colaborar en la construcción de este reino hoy, en este preciso momento de nuestra historia. Si queremos un mundo de paz, de justicia, de amor y solidaridad entre nosotros, hemos de fijar la mirada en Dios, y mantener el corazón inquieto hasta que descanse en Dios. Somos conscientes de que nuestra vida o nuestra historia no van a lograr construir en verdad un mundo como lo deseaba nuestro Padre Dios con su Hijo. No obstante, en este momento de la historia nos incumbe a ti y a mí hacer realidad esta historia de amor: un mundo más justo y humano.
Nuestro padre Agustín y muchos santos lo intentaron. Sin embargo, el mundo sigue igual, no ha cambiado nada, nos engañamos, perseguimos malos propósitos, porque no nos queremos implicar plenamente en la historia nos toca vivir hoy: hacer realidad ese sueño de Dios, donde no haya llanto ni dolor; no obstante, hemos de esperar como esperó Jesús y los grandes santos. El mundo no lo podríamos transformar de un golpe, mas ciertamente podríamos cooperar a mejorar la historia de muchas personas que sufren por las injusticias que vemos a diario.
Lo que nos toca en este momento es ser pacientes, esperar de forma activa, como aquel criado fiel, que nos narra el evangelio: Tengan la ropa puesta y las lámparas encendidas. Sean como aquellos que esperan que amo vuelva de la boda, para abrirle en cuanto llegue y llame. Bienaventurados los sirvientes a quienes el amo, al llegar, los encuentre despiertos…” Esto es lo que nos toca a cada uno de nosotros: estar vigilante y atentos, esperar con paciencia la llegada de nuestro Señor, no apartar de Dios ni de su Reino nuestra mirada… Que no nos pase como a Pedro en el mar: apenas dejó de mirar a Jesús, comenzó a hundirse en el agua.
Muchas veces queremos ver resultados portentosos; deseamos ya una Iglesia en paz, armonía, en perfecta fraternidad y comprometida; también queremos ver un mundo mejor. Mas no nos toca verlo ahora mismo, como no pudo verlo Jesús. Nuestro compromiso actual es no perder de vista nuestro objetivo; esforzarnos para que no se embote nuestro corazón, para proseguir con empeño e ilusionados la construcción del reino. Perseverar como aquellos servidores que, en medio de la noche, aguardan vigilantes y ocupados a su Señor, a pesar de que todavía no lo ven llegar. Se centran en dirigir la mirada a la dirección por donde vendrá el Señor, y su corazón espera con paciencia y en silencio la venida del Señor, que la realizará en gloria y majestad, momento en que todos llegaremos a ser bienaventurados. De ahí que en este instante, una vez más, tengamos en cuenta la exhortación del Maestro: velad, porque no sabéis ni el día ni la hora de su llegada.
Wilmer Moyetones OAR