Una palabra amiga

La madurez en las relaciones

Nuestro carisma es el de la comunidad, pero uno no viene sabiendo lo que es propiamente la comunidad si no que lo aprende por etapas y en las distintas comunidades donde a un religioso le toca vivir. Cada comunidad tiene sus ventajas y sus contrariedades, hemos de aceptar las buenas y hacer frente a las que no nos gustan o caen antipáticas. Sin embargo, la comunidad local es el lugar donde estamos llamados a florecer.

Inspirado por el P. Amedeo Cencini recojo aquí unas ideas de sus charlas. Para llegar a la madurez hay que pasar al menos por 4 etapas que nos vayan haciendo crecer. Veamos cuáles son.

1.- La madurez afectiva. Las dos certezas que dan libertad afectiva son: una de haber recibido amor y poder dar amor. Yo he recibido el amor de mis padres, hermanos, familia, amigos… y eso me permite que yo también pueda dar amor. El creyente ha sido amado desde siempre y para siempre por Dios.

La otra certeza es el “prejuicio teológico”, es decir, yo he sido pensado en el amor de Dios. A Dios lo encontramos en cada una de nuestras historias. Experimento que Dios es amor porque me ha dado amor en mi vida. La única forma de creer es la de haber sentido la presencia de Dios en mi vida. Si examinamos nuestra vida veremos que tenemos que estar muy agradecidos por todas las gracias, dones y favores que Dios nos ha manifestado a lo largo de ella. Así que de la madurez afectiva brota un corazón agradecido a Dios.

2.- La madurez vocacional. Yo elijo mi vocación de religioso porque lo veo como algo en sí mismo verdadero, hermoso y bueno. Esa es mi identidad. Y la publico donde quiero que vaya. Siento un orgullo que Dios me haya llamado a formar parte de esta familia religiosa, que no es muy grande, pero tiene mucha historia y personas ejemplares. ¿Cuál es la forma de nuestro itinerario formativo? Tener los sentimientos del Corazón de Jesús. Para mí la vida es Cristo que dirá San Pablo, y todo lo demás lo considero pérdida.

Para vivir esta madurez vocacional hay que tener presente estos consejos:

  1. Que nada ni nadie ocupe el centro de tu corazón, porque el centro pertenece a Dios. Nosotros hemos de rebajarnos para que Dios sea exaltado.
  2. Hemos de aprender el arte de la sobriedad en el gesto corporal de forma que el otro entienda que lo que le damos es como una caricia de Dios. Ni tan efusivos ni tan escuetos en manifestar nuestro aprecio.
  3. Estar dispuesto para amar a Dios con un corazón totalmente humano y al hombre con un corazón divino. Dios se debe revelar a través de tu rostro.
  4. Vivir la renuncia implícita en la elección virginal de la castidad en modo positivo. No mires tanto lo que has dejado sino lo que tienes por delante para dar.
  5. Aprende a leer el cuerpo y sus reacciones. El cuerpo crea herencia, vínculos, mucho más de lo que tu crees, y te puede arrastrar. Te puedes preguntar: ¿estaría yo dispuesto a hacer esto mismo en público? No te dejes engañar de que puedes verlo o probarlo todo porque eso te arrastraría hacia el mal o a una vida vacía.
  6. Madurez emocional. San Pablo nos dice: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo” (Fil 2,5). Nuestro camino es adquirir esos sentimientos que tuvo Cristo de amor compasivo y misericordioso con todas las personas. Quizás no podamos socorrer a todos los necesitados, pero si podemos sentir sus necesidades como propias y aliviarlas en lo que se pueda. Este es un camino progresivo de evangelización de la propia sensibilidad al servicio del Reino y de los demás. Cuidado con los que reprimen todo y no saben gestionar sus propios sentimientos.
  7. Madurez afectivo sexual. La sexualidad es energía que imprime un dinamismo relacional contra toda forma de autorreferencialidad que nos abre a la alteridad o diversidad. Esto hace que las relaciones sean complementarias, en la promoción recíproca de cada uno y de la sensación de placer.

Bien llevada la sexualidad hace fructífera la vida y toda relación con los demás. La madurez relacional y la madurez espiritual son muy cercanas ambas. Como religiosos, y más como sacerdotes, estamos llamados a vivir relaciones constantemente y por eso debemos evitar dos extremos:

  • La fuga de la relación, por una falsa idea de espiritualidad, en vista de una perfección entendida en un sentido individualista.
  • El espontaneísmo relacional, como una inmersión en la relación, sin criterios de referencia ni límites del yo y del tú, y sin ningún sentido del misterio. Lo que quiere decir que también en nuestras manifestaciones exteriores de cariño hemos de tener mutuo control. El principio de la sensibilidad está unido al de la identidad. ¿Estaría yo dispuesto a hacer esto mismo, estas muestras de cariño, en público?

Con todo esto lo que queremos decir que nadie puede pensar en consagrarse al Dios eterno si no es por medio de una continua conversión que abarca todo nuestro peregrinar terreno. La formación permanente es una gracia, una gracia que viene de lo alto, don del Padre-Dios, educador y formador de nuestras almas, que cada día va plasmando en nosotros la imagen del Hijo.

Ángel Herrán OAR

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