Ya han pasado dos meses de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ)
Lisboa representó para la Iglesia una jornada revitalizadora y testimonial. Sin duda, una inyección de frescura y juventud necesarios para el catolicismo mundial. Algunos expertos comentaban que el millón y medio de peregrinos que se congregó en Lisboa, no solo encarnaba esperanza y fe, sino que representaba el testimonio contundente de catolicidad viva. Se trataba de una comunidad cristiana peregrina que quería mostrarse al mundo como testigo valiente de Jesucristo, capaz de ofrecer lozanía, frescura e ilusión a los cristianos de la comunidad internacional.
Lisboa no solo reunió a jóvenes, sino a adolescentes y adultos peregrinos. De hecho, pudimos ver en la Jornada Mundial de la Juventud rostros ilusionados, convencidos de la valía de lo que creen y seguros de su pertenencia cristiana. Lo vivido en Portugal desacredita a ciertas voces escépticas que expresaban su desconfianza sobre el futuro de los jóvenes y el futuro de la Iglesia.
Las calles portuguesas, en agosto, abreviaban catolicidad, bajo el grito unánime y análogo: «¡Esta es la juventud del Papa!». Frase que recogía presente y futuro a la vez: diversidad de nacionalidades, idiomas y razas.
Después de regresar de la JMJ a Perú, un grupo de laicos de mi parroquia me pidió que les comentara sobre lo vivido en esa Jornada mundial. Lo resumí en estas palabras: catolicidad, peregrinaje, testimonio y desinstalación. Y, sobre todo, me explayé en el peregrinaje y la desinstalación, como elementos terapéuticos y necesarios para la vida del cristiano.
La JMJ dio muchas lecciones. Pero estas no deben quedarse solo en la piel de los que estuvimos en ella ni en el triunfalismo temerario de los espectadores lejanos; sino más bien, deben personificarse en todas nuestras comunidades cristianas, como elementos desafiadores y revitalizadores, que nos sacudan de la comodidad estéril, el pasotismo personal, la mediocridad corporativa o la esclerosis espiritual. Sin duda Lisboa también fue la concreción de otro de los grandes deseos del Papa Francisco, quien, a contracorriente, se atreve a confesar sus sueños sobre la Iglesia de Jesucristo: siempre en salida, acogedora, itinerante, periférica y manchada por el buen hacer de la misericordia y la compasión.
Lisboa 2023 no fue una jornada más -También estuve en Panamá 2018-. Más bien diría que fue una JMJ clave para el presente. Un encuentro mundial que fue capaz de poner su acento en el ser de los jóvenes y su identidad. También encarnó la esperanza de la Iglesia que apuesta por el resplandor de un cristianismo valiente, sin miedo y capaz de escuchar. Por ello las palabras finales de Francisco: resplandecer, escuchar y no tener miedo.
Fr. Nicolás Vigo, OAR