Una palabra amiga

Leer para vivir

Sumergirse en la lectura de un libro es abrir nuestra mente a la más grande revolución cognitiva que se puede generar. Y para los que leemos, los libros son pedagogos impredecibles y salvadores. ¡Lo que hace un libro!

Nadie puede calcular el cuantioso beneficio que se desprende del acto de leer. Pero para lograr esto, hay que entrar en el texto con pasión continua y premeditada. Hay que saber disfrutar de su decodificación.  

Suelo decir que Jesús de Nazareth fue un gran lector, pues en sus palabras, a cada instante, resuenan los libros del Antiguo Testamento. Jesús era un lector entusiasta y un actualizador agudo de contenidos.

Los libros. Sí, los libros, aquellos contenedores del conocimiento, codificados en variadas temáticas y estilos arquitectónicos, que provocan en el lector saberes nuevos: nativos, genuinos y propios.

De hecho, también son agentes despertadores del acto creador. Capacidad que nos hace transformar la vida del ser humano y la realidad entera.

Decía el poeta, autor de Azul, Rubén Darío: «El libro es fuerza, es valor, es alimento; antorcha del pensamiento y manantial del amor». Pues los libros fundamentan e iluminan el pensamiento, nos enseñan a amar y a entender a los demás.

También el francés Honoré de Balzac, sostenía convencido: «Un libro hermoso es una victoria ganada en todos los campos de batalla del pensamiento humano». Es decir, cada libro representa el esfuerzo del hombre por comprender y definir, por aclarar y proyectar.

Y, es precisamente, lo que hace falta a nuestra sociedad. Ésta, en la que vivimos, llamada por los intelectuales: «sociedad del entretenimiento» o, como ya predecía en su tiempo, Guy Debord, «sociedad del espectáculo».

Y, es que, por sí no lo ha notado, padecemos la tiranía del espectáculo fácil, trivial, sensacionalista y morboso: fugaz y efímero. Si no lo consideran así, asómese unos segundos a la tele y a las redes sociales, y sopesarán mi afirmación.

De hecho, notarán que los contenidos no buscan provocar la cultura, el pensamiento liberador o la fe; sino todo lo contrario, que el ser humano, simplemente, se quede atrapado en una inanición intelectual, pasotismo académico y se enrede en los vericuetos de la irrealidad farandulera.

Y.., si no hay pensamiento crítico y real, no hay creación, cambio ni innovación. Lo que sí sobraría sería: ignorancia, subdesarrollo, pobreza y crimen, superficialidad y fanatismo.

Me pregunto, ¿qué diría san Agustín, el mayor exponente del pensamiento cristiano occidental de su época, si estuviera en estas sociedades? Es fácil imaginarlo. De un plumazo pondría en zozobra a las corrientes vacías, modas farsantes y pensamientos trivializados, que se arrojan con esmero, cada segundo por medio de las pantallas.

Asusta que nuestros niños, jóvenes y adultos renuncien a los libros. Muchas veces me desilusiono cuando compruebo que muchas personas ignoran cosas necesarias para su propia historia e identidad.  

¡Qué expresaría, a su vez, el autor que cautivó a Agustín de Hipona, Cicerón! Pues este manifestaba: «Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma».

Asimismo, hay que advertir, que no se trata de leer por leer, sino de saborear el texto. Rumiar el conocimiento y asimilarlo. Como lo recomendaba Francis Bacon, padre del empirismo filosófico y científico: «Algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos». Pues es eso. Se trata de masticar y digerir el conocimiento, con calma y pasión.

Nicolás Vigo
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