Voy a comenzar esta homilía por la segunda lectura. Primero, porque es la más clara y fácil de entender de las tres; segundo, porque trata de un tema de capital importancia para nuestra vida cristiana. San Pablo explica el modo como los cristianos asumimos nuestra mortalidad. Somos mortales. Es un hecho que envejecemos, que con la vejez salen achaques, o que incluso a muy poca edad surgen enfermedades mortales o sufrimos accidentes imprevistos. La vida es en muchos sentidos precaria. La muerte nunca está lejos, aunque no pensemos en ella. Llevamos la mortalidad en nuestro cuerpo. Sin embargo, dice Pablo, eso no es motivo de angustia, ni de tristeza, ni de zozobra, porque sabemos que esta vida es pasajera, fugaz, incierta. Para el cristiano esta vida es camino para llegar a la vida verdadera. Esta vida temporal tiene importancia; pero no es la realidad definitiva. Vivimos en esta vida en función de la vida permanente; vivimos en esta vida tratando de agradar a Dios. Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor. Con esas palabras, san Pablo nos obliga a pensar de un modo distinto del modo como piensa el mundo. Nosotros usualmente queremos detener los procesos de envejecimiento para mantener la energía juvenil y la salud; cuidamos la dieta, tomamos suplementos alimentarios para fortalecer el cuerpo; hacemos ejercicio para mantenernos en forma. Queremos vivir más y más tiempo, preferiblemente sanos. Pero para Pablo ese es un modo lamentable de existir, pues mientras más tiempo estemos en esta vida y en esta tierra, más tiempo estaremos desterrados del Señor. Repito lo que dijo Pablo: mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor. Mientras nosotros queremos prolongar los años aquí en la tierra, Pablo sugiere más bien aumentar el deseo de estar con el Señor. Es una actitud muy cristiana.
Santa Teresa de Jesús escribió un famoso poema en el que expresa ese deseo de morir para alcanzar la vida verdadera, la vida con Dios. La primera estrofa le da el nombre al poema y dice así: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Santa Teresa dice que vive ahora en este mundo, pero tiene la mente en otra parte, en Dios: vivo sin vivir en mí. Y la vida que espera alcanzar después de morir a esta vida es tan grande y dichosa, que se muere de deseo, porque todavía no se muere en el cuerpo. El poema se prolonga por varias estrofas. Solamente cito la última estrofa: “Vida, ¿qué puedo yo darle a mi Dios que vive en mí, si no es el perderte a ti para merecer ganarle? Quiero, muriendo, alcanzarle, pues tanto a mi Amado quiero, que muero, porque no muero”. ¿Sentimos nosotros lo mismo, o queremos vivir más y más tiempo, porque a pesar de ser creyentes desconfiamos de que después de esta vida haya otra? ¿O quizá nuestro amor por Dios no es tan intenso que nos contentamos con tenerle aquí en este mundo, pero no deseamos todavía estar con Él en el otro?
Pablo es muy consciente de que el camino de la fe, de esa fe que se vuelve esperanza de alcanzar a Dios después de la muerte, es un camino entre nieblas: Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía. Aun así, la esperanza, el deseo, el amor a Dios suple en Pablo lo que falta de visión: Estamos, pues, llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Son los mismos sentimientos que expresaba santa Teresa en su poema y que expresaron tantos santos y que ponen en evidencia cuán débil y pequeña es nuestra esperanza, cuán tenue es nuestro amor a Dios, y de qué manera estamos apegados a esta vida, que queremos que se prolongue lo más posible.
Pero Pablo se cuida mundo de expresar desprecio por esta vida temporal. El deseo de estar con Dios debe transformarse en voluntad de complacerle desde ahora. Por eso procuramos agradarle, en el destierro o en la patria. Es decir, el deseo de Dios debe conducir al deseo de agradarle con lo que hacemos, sea en el destierro, es decir, en esta vida, o en la patria, es decir, cuando lleguemos al cielo. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida. Todos somos responsables ante Dios de nuestras acciones. Lo que hacemos o dejamos de hacer ahora lo hacemos o dejamos de hacer para el Señor. La esperanza de comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir de él premio o castigo crea la actitud de responsabilidad moral. Aquí nos jugamos el significado definitivo de nuestra existencia. Es una existencia que florecerá y alcanzará plenitud en Dios o es una existencia que fracasará ante Dios y se frustrará para siempre en el sinsentido. Esta vida temporal y fugaz es valiosa, porque aquí decidimos su significado eterno. Construyamos, pues, nuestra vida alentados por el deseo de Dios, para actuar con rectitud para agradarle en todo.
Y así venimos al evangelio. Jesús nos ha contado dos parábolas sobre el reino de Dios, pero no es tan fácil saber su significado simbólico. La primera parábola habla de una semilla que un hombre siembra en su campo. La semilla se desarrolla, germina, crece, se forma, se llena de granos. Todo este desarrollo de la semilla no depende directamente de la voluntad del agricultor, sino que es un potencial de la misma semilla; o de la tierra en que se sembró. la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto. ¿A qué se refiere esta historia? No nos da Jesús ninguna clave de interpretación, así que hay que buscar una interpretación que sea coherente con otros pasajes más claros de la Escritura para no enseñar cosas falsas. Quizá Jesús quiso enseñar que el reino de Dios no es obra humana, sino de Dios en nosotros. Nosotros no construimos el reino de Dios como se dice habitualmente; nosotros entramos en su dinámica, nos dejamos transformar por él. La realización del reino de Dios tendrá lugar por su propia fuerza; lo que corresponde es entrar en su dinámica para no vernos fuera de él. La otra parábola habla también de una semilla de mostaza, que es pequeñita, pero de ella nace un arbusto frondoso en el que los pájaros pueden poner allí sus nidos. Quizá Jesús quiso enseñarnos que el Evangelio y los sacramentos que nos transmiten la gracia de Dios son pequeños y en manos de los sacerdotes parecen insignificantes. Sin embargo, pueden producir en nosotros el arbusto frondoso de la vida eterna y duradera. El Reino de Dios no se impone con poder y fuerza, sino que se insinúa con suavidad y pequeñez, pero produce en nosotros la salvación eterna.