Una palabra amiga

La protección de la infancia: el reto

El grado de civilización de una sociedad se demuestra en el modo en que se garantiza la protección de la infancia. Desgraciadamente, asistimos asombrados a noticias sobre sucesos que nos hielan la sangre acerca de malos tratos a menores. Es claro que la Iglesia, en su conjunto, y las diferentes Órdenes, en particular, han ido elaborando protocolos y planes para evitar situaciones de riesgo. Pero dejemos de lado esta perspectiva reactiva y centrémonos en una dimensión proactiva de la protección del menor.

“Dejad que los niños se acerquen a mí”. A lo largo del Evangelio encontramos numerosos pasajes en que Jesús demuestra, con hechos y palabras, la importancia de los niños en la construcción del Reino. Es inherente a su mensaje. El niño representa la inocencia y, precisamente por ello, la necesidad máxima de protección. Hay que ser como un niño para entrar en el Reino de los Cielos. Jesús advierte contra quienes los escandalicen. Es un joven asimismo con quien dialoga sobre la necesidad de abandonar los bienes terrenales.

La protección de la infancia y la juventud es una exigencia transversal. Resulta vital que los menores sean escuchados, y dirigirnos a ellos de forma que les resulta comprensible. Es importante que, en los procesos catequéticos, los materiales e itinerarios estén adaptados a su desarrollo evolutivo concreto. Hay que procurar emplear un lenguaje significativo para jóvenes y niños, que conecte con su realidad vital. Y tener presente que la Fe se transmite con la fuerza de la Palabra, sí, pero también con la imagen de la experiencia vivida.

Del mismo modo, en el seno de la Iglesia hay múltiples ejemplos de instituciones y movimientos comprometidos con menores en situación de vulnerabilidad. Un caso claro es la admirable labor de las Madres de Desamparados, a partir de la opción por los menores desfavorecidos de su fundadora Madre Petra de San José. Asimismo es universalmente conocida la obra de las Misioneras de la Caridad, que empezó en los suburbios Santa Teresa de Calcuta, y que, traspasando las fronteras de India, ha llegado a tantos lugares del mundo.

Esta misión no puede quedar circunscrita únicamente al carisma de determinadas opciones personales o de movimientos concretos. Se trata de una labor a la que como cristianos debemos emplearnos en cuerpo y alma. Claro que hay una tarea que llevan a cabo institucionalmente los servicios sociales o los organismos civiles de protección. Pero donde termina su labor administrativa imprescindible, hay un espacio donde puede llegar nuestra acción, para acompañar a tantos menores en situación de desprotección.

Entre los recursos idóneos para garantizar un núcleo familiar a los menores, destacada la adopción. Hunde sus raíces en la tradición cristiana, comenzando por San José, padre adoptivo de Jesús. De esta manera, menores en situación de desamparo son unidos por virtud de la adopción a unos padres, con los que formar una familia para siempre. La felicidad que comporta el ser padres adoptivos se representa en una frase redonda: “no tendrán tu sangre, pero sí tu sonrisa”. Casi nada.

Otra opción imprescindible, en materia de protección de los niños y adolescentes en situación de desamparo, lo constituye el acogimiento o la acogida. Puede ser por parte de miembros de la familia extensa –abuelos, tíos, principalmente– o por personas ajenas al vínculo familiar biológico. Asimismo, puede llevarse a cabo en un centro residencial o en el entorno familiar. La clave es que en estos casos, la tutela del menor la ejerce la comunidad autónoma, quedando el menor bajo el cuidado inmediato de la familia o la institución acogedora.

Volvemos la mirada de nuevo a instituciones y movimientos eclesiales que realizan la opción por estos menores, otorgándoles un hogar donde desarrollar su vida y curar sus heridas. Los vínculos que se establecen en los menores en estos entornos pueden resultar fundamentales para su desarrollo futuro. Para los chicos en centros o familias de acogida, el umbral de los dieciocho años representa un limbo, puesto que, con la mayoría de edad, finaliza la tutela de la comunidad autónoma, y, como adultos, formalmente desaparece el acogimiento. Sin duda, en estos tiempos en que el acompañamiento es protagonista, existe una realidad preciosa para abrazar y acompañar, un espacio en el que no existen soluciones claras, donde como cristianos podríamos desarrollar una labor acompañando el crecimiento y desarrollo de estos jóvenes.

Pero el acogimiento y la adopción no agotan por sí mismas las herramientas para la protección de niños y adolescentes. En efecto, la figura de las familias colaboradoras resulta vital para el apoyo en el crecimiento de los menores que viven en centros. Para ellos, es un auténtico respiro poder compartir tiempo en fines de semana y vacaciones con estas familias que ofrecen su tiempo y disponibilidad. También es fundamental el papel de voluntarios que ofrecen su tiempo para ayudarles en el estudio o el juego.

Por ello, volvamos nuestra mirada y esfuerzo a la infancia. Hagámonos como niños para habitar el Reino.

Manuel Ruiz Martínez-Cañavate

 

(Artículo publicado en Revista Santa Rita y el Pueblo Cristiano, julio-agosto 2024)

 

X