Concluimos una intensa semana de trabajo, reflexiones, compartir de experiencias y vivencia carismática de nuestro ser y hacer como agustinos recoletos. Un encuentro cargado de emociones y también de experiencias que les ha permitido confrontarse con la realidad de la formación inicial en el hoy de la Iglesia y de la Orden; tarea por demás ardua, y en muchas ocasiones mal agradecida, porque implica no solo poner en práctica unos conocimientos adquiridos en la universidad o en las diferentes escuelas a las que todos ustedes han asistido, sino que, sobre todo, implica la vida, el compartir día a día desde la realidad personal de cada uno, con la de los jóvenes que el Señor, a través de los promotores vocacionales, va llevando a nuestras casas de formación, tan diversos todos “como las estrellas del cielo o la arena del mar”.
Este encuentro tuvo por objetivo y lema: “Acompañar el camino del regreso al corazón” y, por lo tanto, todas las reflexiones giraron en torno al tema del acompañamiento: acompañantes acompañados, formación para el discernimiento, peregrinos que cantan y caminan, el informe como herramienta para el acompañamiento y caminemos juntos. Cada día reflexionaron en uno de estos temas y fueron entretejiendo una atalaya que les permitirá no pescar a la deriva las vocaciones, como quien se enfrenta al horizonte de la vida lanzando al viento chispazos emotivos de efusividad; sino como quien es capaz de discernir con tranquilidad la llamada y escoger lo mejor para la vida y ofrecer con sabiduría los dones que Dios va poniendo en sus vidas y en las de los formandos.
El acompañamiento es mucho más que orientar o “arreglar” la vida a alguien; es, en palabras de San Agustín, hacerse compañero de camino de otro desde la cercanía y la interioridad del corazón; caminar no de cualquier manera, sino al lado de quien se acompaña. La imagen de San Agustín es la de los discípulos de Emaús. No es delante, abriendo el camino y mostrando el sendero, tampoco es detrás, empujando al otro para que camine al mismo ritmo mío; es al lado, hombro a hombro, corazón con corazón, como lo hizo Jesús con los dos discípulos desanimados que regresaban a casa después de un día de emociones y desconsuelos.
Al igual que la experiencia de estos dos personajes, también el formador, acompañante, debe encender el corazón del joven acompañado en el amor, el discernimiento, el conocimiento de sí mismo, la alegría de la llamada, en el agradecimiento de sentirse llamado, en el deseo de una búsqueda, no solo intelectual, sino sobre todo desde la fe, de ese Dios que por amor lo llamó. Cuando se camina al lado del otro se conoce su vida, sus sueños, sus ideales, sus anhelos, sus deseos; pero también su cansancio, su debilidad, sus miedos, sus frustraciones e inseguridades.
Cuando caminamos al lado de otra persona generamos un clima de confianza e intimidad, nos convertimos casi en las manos y en los pies de esa otra persona, renunciamos a algo de nosotros para entregarlo al otro, pero también sentimos la necesidad de esforzarnos y prepararnos para poder caminar al mismo ritmo. Le abrimos el corazón, le compartimos la vida, dejamos de ser un “yo” solitario y egoísta para convertirnos en un “nosotros” generoso y donativo. Caminando así la vida se hace corta, llevadera; las caídas y cansancios se superan porque encuentran un apoyo, los miedos e inseguridades se convierten en oportunidades. Es ahí cuando se entienden las palabras del Salmo 22 que dicen: “Porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sostienen”.
Dice San Agustín que solo acompaña bien en el camino quien ha recorrido primero y bien el camino, porque lo conoce, sabe por dónde ir, no arriesga a quien lleva a su lado, sino que le ofrece seguridad. Esa es la tarea del formador, de ahí la responsabilidad que tienen. Ya todos ustedes, hermanos, han hecho el camino, siete, ocho y hasta más años de formación, con los elementos que sus formadores les ofrecieron en su momento; pero es responsabilidad de ustedes seguirse formando en el “conocimiento de ese camino”, descubriendo caminos nuevos por donde saber llevar a los jóvenes que el Señor pone en sus vidas. Así como un buen acompañante lleva a la meta y le hace llevadero el camino al compañero, también un mal acompañante lleva al abismo y hace tortuoso y espinoso el camino de quien va a su lado.
No se trata de hacer de nuestros formandos fotocopias (casi siempre mal hechas) de nosotros mismos, porque pensamos que de esa forma aseguramos que se comporten y vivan bien, respondiendo al llamado como lo hicimos nosotros. ¡Qué equivocados estamos! Se trata de formar hombres libres, inquietos, buscadores de la verdad, propositivos, soñadores, que sean capaces de ver la vida religiosa como un proyecto de vida que les permita crecer como personas, desde el conocimiento de su realidad, pero con el deseo de superarse cada día, aportando a la comunidad su humanidad, marcada por luces y sombras que al fin y al cabo, en una obra de arte, es lo que le da valor a una pintura.
No olvidemos, hermanos, que todos necesitamos ser acompañados en cualquier momento de nuestra vida, no importa la edad que tengamos o la labor que estemos realizando, porque no vamos solos. Si somos agustinos recoletos, el camino lo hacemos en compañía de los hermanos o no lo hacemos, porque entonces anteponemos nuestros deseos, propósitos e ideales a los de la comunidad. Pero también debemos ser acompañantes de nuestros hermanos, esos que el Señor y la obediencia religiosa ha puesto a nuestro lado, acompañantes en la vida de esos hermanos que viven también el ideal religioso, a veces con alegría, a veces con cansancio, a veces con ilusión, otras veces con agobio. De ellos somos acompañantes y compañeros de camino, primero que de nuestros formandos.
Les pido con cariño y sumo respeto que formen a nuestros jóvenes en la vida comunitaria porque es el núcleo de nuestro carisma. Enséñenles sin miedo que los pequeños detalles construyen la comunidad, los desprecios, por el contrario, la acaban. La alegría, la sencillez, la calidez humana, siempre dentro del respeto al hermano. La rutina y la costumbre mutilan la novedad del Espíritu que hace nuevas todas las cosas; esterilizan la fraternidad y van secando nuestra comunidad; ponen un rasero que suprime los buenos detalles, los gestos, las palabras, la cordialidad y hasta la delicadeza con los hermanos. No hay nada que haga más daño a la vida comunitaria que la rutina y la costumbre. No dejemos pasar las oportunidades de salir de vez en cuando a comer juntos, ver una película, tomar una copa. Si tenemos tiempo para los amigos, ¿cómo no vamos a tenerlo para los hermanos? También en las casas de formación es importante recordar esas tres palabras del Papa Francisco, que presentaba como fundamentales en una familia: permiso, perdón y gracias. A la generación de cristal que llega a nuestros seminarios le hace falta aprender o recordar estas cosas.
Concluyo esta reflexión recordando la invitación del padre provincial en la misa de apertura, a “gozarse” este encuentro. Yo les invito hoy a gozarse esta tarea de ser formadores. Háganlo con alegría, con amor, con delicadeza, con temor, porque la vida de cada joven que el Señor pone en sus manos, es como ese suelo sagrado, al que Yahvé le pidió a Moisés que se quitara las sandalias. Sean verdaderos compañeros de camino, no simples guías que muestren senderos. La Iglesia y la Orden han puesto en sus manos la tarea más difícil de la vida religiosa. Todos recordamos con cariño a nuestros formadores por lo que nos enseñaron, y hasta por los castigos que nos impusieron. Dejen en el corazón de sus formandos huellas de vida, fraternidad, comunidad; huellas que le recuerden todos los días que la llamada del Señor es el mayor acto de amor y generosidad en sus vidas.
Finalmente, permítanme recordar la invitación que el Papa Francisco nos hace frecuentemente: el sacerdote que no ora es un funcionario, y Dios nos llamó para ser consagrados y pastores, y no simples funcionarios. Si no le dedicamos tiempo en nuestro día a la oración, el activismo nos agobia y terminamos mal, cansados, agotados, desgastados. El encuentro con el que nos llamó es lo único que asegura nuestro bienestar y nuestra perseverancia en este santo propósito.
Nuestra Madre de la Consolación, Virgen de la Candelaria, ilumine el sendero de su vida consagrada y les enseñe a ser como Ella, caminantes de la fe, abiertos a la docilidad del Espíritu para hacer siempre la voluntad del Padre.