Una palabra amiga

La búsqueda del Verdadero Alimento

El pasaje evangélico de hoy enlaza con el que leímos el pasado domingo. Jesús multiplicó panes y peces para dar un signo a la multitud de la abundancia del don que él ha traído; para dar un signo de que él es el único que puede saciar el hambre profunda de sentido y propósito para nuestra vida. Tras realizar el portento, los discípulos de Jesús volvieron a Cafarnaúm en barco. Jesús se quedó, pero después los alcanzó caminando sobre el lago. Entre tanto, la gente que había quedado saciada con la comida que Jesús les había dado permaneció un tiempo, y al darse cuenta de que ni Jesús ni sus discípulos estaban en el lugar, decidieron también regresar. Al día siguiente, encontraron a Jesús en Cafarnaúm y le preguntaron, sorprendidos, cuándo había cruzado el lago. Aquí comienza nuestro relato de hoy.

Lo primero que hace Jesús es clarificar intenciones y propósitos. Le reprocha a la gente que lo busca que su interés no es descubrir el significado del portento que realizó, sino simplemente ver si por segunda vez Jesús hace el milagro y tienen otro almuerzo gratis. «Yo les aseguro que ustedes me andan buscando no por haber visto señales milagrosas, sino por haber comido de aquellos panes hasta saciarse». Esta es una sentencia de Jesús más profunda de lo que parece, porque es una pregunta que invita al discernimiento. Debemos hacernos las preguntas: ¿Por qué buscamos a Jesús? ¿Por qué lo seguimos? ¿Coincide nuestro interés por Jesús con el propósito de su misión? ¿Le pedimos a Jesús lo que él vino principalmente a ofrecernos? En el caso del relato, la gente buscaba a Jesús para ver si les daba de comer otra vez, pero la razón principal, el motivo último y la intención de fondo de Jesús al realizar el portento fue la de mostrar que él era el enviado de Dios para ofrecer vida eterna; esto lo hizo a través del signo de saciar el hambre temporal. La gente entonces, como ahora puede ocurrir también en ocasiones, buscaba en Jesús otra cosa distinta de la que él había venido principalmente a ofrecer.

Veamos cuáles son las equivocaciones más frecuentes hoy. Mucha gente considera que Jesús es un maestro de moral admirable, pero un simple hombre sabio. Nos enseñó a valorar al prójimo sin distinción de rango, de apariencia o de origen; enseñó a amar a los enemigos y a compartir con el que tiene menos. Uno puede admirar esas enseñanzas, incluso si no tiene el propósito de asumirlas en su propia conducta. Pero, ¿es Jesús solo un hombre sabio? ¿No es acaso el Hijo de Dios que vino para enseñarnos el camino hacia Dios? Ciertamente nos enseñó a amarnos unos a otros, pero esa no fue la razón principal de su venida, pues esa enseñanza ya estaba en el Antiguo Testamento.

Otra equivocación: A partir de la fe de que este mundo es creación de Dios y de que él lo puso en nuestras manos y a partir del mandamiento del amor a Dios y al prójimo, muchos invocan a Jesús para motivarnos al cuidado de la creación y a prestar atención a los problemas ecológicos que hemos creado con el desarrollo industrial. ¿Es esa preocupación legítima? Sí. El cuidado de la creación es una preocupación legítima. ¿Vino el Hijo del hombre a enseñarnos que debemos cuidar la creación para que no se deteriore? No, él no vino para eso. Es más, nos enseñó que este mundo colapsará y se acabará, y que aquí no tenemos morada definitiva, sino que debemos poner nuestros ojos en el cielo, que es nuestra morada permanente. La preocupación ecológica es legítima, pero esa no es la razón por la que seguimos a Jesús, pues ni siquiera enseñó explícitamente esas cosas, ya que eran problemas que no existían en su tiempo.

¿Vino Jesús a enseñar que todas las religiones son iguales y que todas llevan igualmente a Dios? No, él más bien vino a enseñar que él es el camino, la verdad y la vida y que nadie llega a Dios si no es por él (cf. Jn 14,6). ¿Vino Jesús a enseñar que como Dios nos ama y cómo él murió en la cruz para la salvación de todos, entonces todo el mundo se salvará independientemente de si cree o no cree, de si cumple los mandamientos o no? No. Jesús vino a enseñar más bien que todos somos responsables ante Dios de nuestros actos, que debemos comparecer ante el juicio de Dios al final de nuestra vida, y que algunos descubrirán que su vida acabó en frustración y fracaso y otros descubrirán que su vida acabó en logro y plenitud ante Dios según la calidad de sus decisiones y acciones. Dios nos ama para que seamos buenos, no para que permanezcamos en nuestro error, en nuestra obstinación y en nuestro extravío moral.

Volvamos al relato de hoy. Dice Jesús: «No trabajen por ese alimento que se acaba, sino por el alimento que dura para la vida eterna y que les dará el Hijo del hombre, porque a este, el Padre Dios lo ha marcado con su sello». Estas palabras de Jesús se pueden traducir así: No pongan como meta de su vida solo objetivos temporales: el éxito profesional, el renombre social, la solvencia económica, una familia bien constituida. Estos objetivos de vida son buenos y deseables, pero están subordinados a otra meta mayor: alcanzar la vida eterna con Dios para siempre; alcanzar la plenitud que llena de alegría perenne; terminar nuestra vida con la satisfacción de que valió la pena ante Dios, porque la vivimos con la mirada puesta en Él, para alcanzar la vida con Él para siempre.

Como Jesús ha exhortado a sus oyentes a trabajar por el alimento que dura para la vida eterna, la gente le pregunta: «¿Qué necesitamos para llevar a cabo las obras de Dios?» La respuesta de Jesús es contundente: «La obra de Dios consiste en que crean en aquel que Él ha enviado». Es decir, para alcanzar la vida eterna, el alimento que hay que comer es Jesús, que comemos en primer lugar creyendo en él. «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí no tendrá sed». ¿De qué hambre y de qué sed habla Jesús? Del hambre y de la sed de sentido de vida, de propósito para nuestra existencia, de rumbo para nuestros pasos. A eso ha venido principalmente Jesús: a guiarnos hacia Dios y hacia la plenitud que viene de él y a quitar los impedimentos que obstaculizan nuestro camino a Dios: nuestro pecado y nuestra muerte. A eso ha venido principalmente Jesús y eso debemos principalmente buscar en él: la sanación de nuestra libertad y la liberación de la muerte. Las demás preocupaciones están subordinadas a esta búsqueda principal.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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