La función del lenguaje es significar; es decir, expresar con palabras la realidad. Su función es codificar para ser decodificado. Por ello, el lenguaje debe ser claro, concreto y justo. Porque el lenguaje expresa aquello que significa, sin ambigüedades ni interpretaciones erróneas. Por eso, para describir la realidad o conceptualizar emociones internas que padecemos hay que tener cuidado con qué palabras las expresamos. El éxito o el fracaso de ello está en el material que has escogido para conceptualizar lo que padeces. Este proceso se hace dentro, en nuestro mundo interior.
Es necesario recordar a Séneca, que pensaba que, en el encuentro con el otro, por medio de nuestros diálogos, nos transmitimos a nosotros mismos: «La conversación es la expresión de nuestro modo de pensar». De este modo, nuestras conversaciones deben ser el testimonio biográfico de nuestro pensamiento.
«La conversación es la expresión de nuestro modo de pensar.» (Séneca)
No hay que olvidar que las palabras dicen lo que tenemos en nuestro interior. Cuando sintamos que nuestras palabras son el fruto de una mala interpretación y se tornan ofensivas, vulgares, amargas o hirientes, dejemos de hablar y reparemos en el porqué de ello. A lo mejor tenemos un problema y es necesario identificarlo y examinarlo. Sobre ello, el libro de los Proverbios, advierte: «La angustia del corazón deprime, una buena palabra reanima» (Prov 12,25).
Del mismo modo, hay que tomar en cuenta la recomendación de Jesucristo, quien indica a su auditorio de que las palabras son herramientas que delatan la bondad o la maldad del corazón: «El hombre bueno saca cosas buenas de su tesoro interior bueno; el malo saca lo malo de su tesoro malo. Porque de lo que rebosa del corazón habla la boca» (Lc 6,44).
«La angustia del corazón deprime, una buena palabra reanima» (Prov 12,25).
Igualmente, hay que evitar los juicios fáciles y la vida bajo tópicos. Parece mentira, pero muchas personas viven bajo estos conceptos. Juzgan a las personas con mucha facilidad, y no solo eso, sino que se dejan llevar por prejuicios, preconceptos y clichés. Lo que llama la atención es que no se dan cuenta de que con ello pervierten la verdad y hacen lectura errónea de la realidad. El autor del libro de los Proverbios está convencido del poder de las palabras, por eso su sentencia lapidaria: «De lo que uno habla se saciará; de lo que uno hace, se lo pagarán» (Prov 12,14).
Si nos dejamos llevar por esa interpretación errónea y decidimos sobre personas o situaciones ligadas a ellas, estaremos cometiendo una injusticia terrible. Aquí nos viene muy bien otra recomendación de Jesucristo, quien advierte el peligro del prejuzgamiento y los juicios fáciles y temerarios: «No juzguéis y no seréis juzgados. Como juzguéis os juzgarán. La medida que uséis para medir la usarán con vosotros» (Mt 7,1).