Una palabra amiga

Agosto con A de apostar como Agustín

El mes de agosto es, para todos los que formamos parte de la Familia Agustiniana, una ocasión excelente para profundizar en la herencia que hemos recibido del gran san Agustín y en cómo la figura de este santo es capaz de hablar a la sociedad actual por más que nos separan de su época varios siglos.

Es cierto que san Agustín es reconocido, respetado y admirado sobre todo por su vasta obra filosófica y teológica, pero es igualmente cierto que las opciones que tomó en el camino de su vida no son menos elocuentes de la categoría de este santo. Dedicar su vida y su talento a buscar dar una respuesta bien informada y reflexionada a los asuntos que la realidad le planteaba es algo loable, pero la profundidad intelectual que alcanzó no se quedó en teorías, sino que se tradujo en su día a día, que no era ajeno a lo que en su interior había ido descubriendo como lo más valioso.

«La profundidad intelectual que alcanzó no se quedó en teorías, sino que se tradujo en su día a día, que no era ajeno a lo que en su interior había ido descubriendo como lo más valioso.»

Cuando oímos el verbo apostar, seguramente lo primero que nos viene a la mente es el arriesgar cierta cantidad de dinero o algún bien en la creencia de que nuestro equipo de fútbol favorito ganará la liga o el hacer lo mismo apoyando el que cierta situación se resolverá de determinada manera. Sin embargo, hay un sentido menos usual en que empleamos este mismo verbo, y en el que implicamos bastante más que una suma de dinero. Si decimos que apostamos por alguien o por algo, normalmente nos referimos a poner nuestra total confianza y energías –en breve, nuestro ser– a favor de ellos, incluso conociendo el matiz de incertidumbre o riesgo que el propio verbo implica. Si algo caracteriza a san Agustín es que, como otros santos, supo escuchar su corazón para saber en qué y por qué apostar la vida.

A inicios de este año tuve una experiencia que me hizo pensar mucho en una de las apuestas que para Agustín fue clara desde muy pronto: la comunidad.

En la casa de formación, solemos aprovechar los tiempos de descanso que la facultad nos deja para realizar experiencias de voluntariado. Normalmente, cada año el tipo de experiencia varía, y el pasado mes de enero estuve con un grupo de hermanos en Sierra Elvira, en la misma Granada, en donde compartimos dos semanas con las personas que viven en la Fundación Escuela de Solidaridad.

La FES –como se conoce a la Fundación– se concibe como un proyecto que busca ayudar a que personas que viven en situación de exclusión, desarraigo, desventaja o maltrato y que no han experimentado –o no pueden hacerlo— el sentido de familia lo puedan hacer integrándose a esta comunidad. El proyecto se remonta a unos 40 años atrás, cuando un joven Ignacio Pereda Pérez empezó a acoger a menores de edad en situación de vulnerabilidad. Su idea original fue evolucionando para no tener que dejar desamparados a los menores cuando cumplieran la mayoría de edad, y hoy es una comunidad formada por alrededor de 120 personas, entre voluntarios y acogidos.

«Basta que una sola persona apueste por la realidad de una comunidad verdadera con estas características para que la cosa vaya tomando forma y color.»

Si ya la convivencia al interior de grupos más o menos homogéneos es complicada, pensemos en lo que podría convertirse el compartir vital en un espacio comunitario de personas de las más diversas procedencias geográficas, culturales, religiosas y etarias. Sin embargo, basta que una sola persona apueste por la realidad de una comunidad verdadera con estas características para que la cosa vaya tomando forma y color.

Conocer a Ignacio, el corazón que lleva soñando con la Fundación todos estos años, es toda una experiencia. Es capaz de ver siempre el mejor lado posible de las cosas y de destacar con verdaderos interés y ánimo los logros o habilidades que cada cual tiene, sin dejar por eso de llamar a la reflexión cuando es necesario. Ser testigo de la forma en que encaraba el caminar de la Fundación cada mañana en la reunión diaria o de su insistencia en la necesidad de que todos se involucraran en el caminar de la comunidad y se interesasen por seguir creando espacios para conocerse en profundidad es ser capaz de ponerle rostro al verbo apostar. El camino no ha sido fácil, pero la renovada energía con que transmitía cada día lo que iba aconteciendo y las iniciativas que se proyectaban en la comunidad era más que contagiosa, y ver esto durante los días que compartí allí me hizo pensar mucho en la fuerza que debió tener la mirada de Agustín sobre su proyecto de comunidad y su apuesta por la amistad.

San Agustín, lo sabemos, fue un convencido del estilo de vida que quiso adoptar junto a sus amigos y a quienes se les quisieran unir en la vida en común, buscando tener un solo corazón y una sola alma dirigidos hacia Dios. San Agustín o Ignacio son conscientes de que el ideal que nos presenta el libro de los Hechos de los Apóstoles es eso: un ideal, pero no por ello han dejado de luchar por hacer que sea una realidad y por contagiar este ánimo a otros muchos.

«San Agustín nos invita a apostar por la comunidad.»

En un mundo en el que triunfan lo inmediato, lo práctico, los caminos “fáciles” o el camino en solitario, san Agustín nos invita a apostar por la comunidad, a apostar por construir un mundo en el que, partiendo de nuestra vivencia de hermanos en la pequeña comunidad, podamos hacer que todos sean y se sientan parte imprescindible de la gran familia de los hijos de Dios, del pueblo que camina como uno solo hacia su Dios movido por Su mismo amor, que reconoce dentro de sí. Ojalá que en este y en otros muchos aspectos sepamos seguir manteniendo viva la herencia de nuestro padre san Agustín.

Fr. Rodrigo Madrid, OAR

X