Una palabra amiga

La misión de la Iglesia frente a la enfermedad: más allá de la curación física

Los relatos evangélicos narran muchas acciones milagrosas de Jesús: da vista a los ciegos; hace caminar a los tullidos; devuelve el habla a los mudos; hace oír a los sordos; limpia a los leprosos; da de comer a multitudes; alivia dolores corporales de todo tipo; y resucita a muertos. El pasaje evangélico de hoy concluye con la declaración: «Todos estaban asombrados y decían: ‘¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos’». Esa fue la exclamación de la gente cuando comprobó cómo Jesús había curado a un sordo tartamudo, devolviéndole el oído y el habla.

«Todos estaban asombrados y decían: ‘¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos’».

Una pregunta frecuente es: ¿por qué los ministros de la Iglesia, que son continuadores de la misión de Jesús, ya no hacen curaciones como las hacía Él? ¿Es posible hacer asambleas de curación a las que acudan enfermos y atribulados, para que, a través de un ministro, Dios lleve alivio y salud a todos y cada uno de los que allí concurren? Desde un principio, como podemos comprobar en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de San Pablo, la predicación de la Iglesia se centró en anunciar el perdón de los pecados gracias al sacrificio de Cristo en la cruz y la resurrección de los muertos, gracias a que el mismo Cristo había vencido la muerte con su resurrección. Cristo vino a salvarnos del pecado y de la muerte, pues ambos son realidades que socavan el significado, valor y sentido de nuestra vida aquí en la tierra. Sin embargo, el libro de los Hechos de los Apóstoles todavía narra que, de manera subsidiaria y como apoyo a la predicación, los apóstoles realizaron algunas curaciones. Pero ellos no entendían el propósito de su misión como la de curar enfermos en nombre de Cristo, sino que su misión era anunciar el perdón de los pecados tras el arrepentimiento sincero, que conducía al bautismo, y anunciar la vida eterna con la celebración de la Eucaristía, alimento de eternidad para superar la muerte.

En la Iglesia se realizan milagros de curación. Normalmente, los santuarios están llenos de pequeñas placas que dan testimonio de personas que han recibido una curación de una enfermedad o una dolencia, la cual atribuyen a una intervención y favor divinos. En algunos lugares, como en el santuario de Fátima, en Portugal, equipos médicos examinan algunas de estas curaciones para certificar que fueron médicamente inexplicables y declararlas así un milagro. Pero la misión de Jesús o de la Iglesia no es resolver los problemas y molestias causados por la enfermedad corporal, sino ofrecer el perdón de Dios para los desvaríos de la libertad y perforar el muro de la muerte que ensombrece la vida temporal, para que entre en nuestro tiempo la luz de la eternidad, la cual da valor a todo lo que hacemos. Los milagros, cuando se dan, tienen el propósito de confirmar este mensaje. Entonces, ¿no tiene la Iglesia respuesta ni alivio para la enfermedad y las dolencias de este cuerpo mortal? Sí tiene. Pero no es la curación instantánea de todas las enfermedades, de todas las personas, repetidas veces hasta que todos nos muramos de viejos y no por enfermedades inoportunas; ese no es el modo de actuar de Dios.

La misión de Jesús o de la Iglesia no es resolver los problemas y molestias causados por la enfermedad corporal, sino ofrecer el perdón de Dios para los desvaríos de la libertad y perforar el muro de la muerte que ensombrece la vida temporal, para que entre en nuestro tiempo la luz de la eternidad, la cual da valor a todo lo que hacemos.

La enseñanza de la Iglesia ante la enfermedad, el dolor y la aflicción corporal es triple. Por una parte, en la medida en que los medios económicos alcancen y los servicios de salud lo ofrezcan, se debe buscar el remedio a la enfermedad y dolencia a través de la medicina. A veces los medios no alcanzan porque la curación es carísima. A veces, los servicios de salud todavía no tienen cura para esa enfermedad. Por eso, también, la Iglesia enseña que es necesario aceptar el hecho de que la enfermedad que padecemos es manifestación de nuestra condición mortal. En la medida en que sea una enfermedad crónica o incurable, debemos asumirla como participación en los sufrimientos de Cristo. Pero, en tercer lugar, debemos orar para ponernos en manos de Dios en la enfermedad, para que nos cure, si la recuperación de la salud temporal es conveniente para nuestra salvación y crecimiento espiritual. El Señor nos puede dar la salud que la ciencia humana no es capaz de ofrecer; pero no debemos pensar que somos nosotros los elegidos para que Dios realice el milagro. No debemos pretender forzar a Dios para que nos haga el milagro en los términos y tiempos que nosotros deseamos. Nuestra oración para pedir la salud y la solución de otros problemas temporales debe ser una oración que deje claro que primero es la voluntad de Dios. Dame la salud, si es tu voluntad; acepto la enfermedad, si es tu voluntad. La salud que pedimos de Dios puede venir como curación de la enfermedad o como prolongación de la vida a pesar de la enfermedad considerada mortal.

«Ninguna dificultad temporal pone en peligro el logro de la vida plena y eterna que esperamos recibir de Dios.»

La Iglesia también enseña que, ante la enfermedad y el sufrimiento, debemos evitar la superstición. Con frecuencia se escucha que, ante problemas temporales como la enfermedad, la falta de trabajo, las desavenencias familiares u otras formas de carencias diversas, algunos acuden a personas con supuestos poderes especiales para buscar en ellos la solución a través de espíritus o fuerzas ocultas. Nadie tiene poderes ocultos o especiales. Solo Dios y Jesucristo tienen el gobierno y el poder. Ni los muertos ni los espíritus actúan al margen del poder de Dios. Nuestro Dios es Señor de todo. Lo ofendemos si pretendemos recurrir a personas que dicen ser mediadores de espíritus o poderes ocultos para que produzcan los fines pedidos. Buscar a esas personas en vez de recurrir a Dios equivale a decir que hay algunos poderes o espíritus que no están sometidos a Dios y que, por lo tanto, nuestro Dios no es todopoderoso. Eso equivale a decir que Dios es mezquino y no nos quiere dar la respuesta que buscamos, y que otros espíritus al margen de Dios sí nos pueden dar. Si eso fuera cierto, nuestro Dios sería un Dios a medias. Los únicos poderes que todavía no están plenamente sometidos a Dios son los demonios. Pero recurrir a los demonios para buscar la salud y la paz es una contradicción. Ante los problemas temporales como enfermedades, carencias y dificultades, solo Dios puede ayudarnos; no hay espíritus que puedan socorrernos, pues Dios es Señor de cielo, tierra y abismos. En estas necesidades, pedimos a Dios que nos dé la luz para resolver nuestros problemas, que nos dé la salud si nos conviene, y debemos pensar que esta vida temporal es solo camino para la vida eterna. Las dificultades y adversidades que no podemos resolver son parte del camino arduo que debemos recorrer en este mundo a causa de nuestra condición pecadora. Ninguna dificultad temporal pone en peligro el logro de la vida plena y eterna que esperamos recibir de Dios.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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