Una palabra amiga

Una Iglesia de puertas abiertas

El Documento Instrumentum Laboris (IL), en la primera parte sobre las relaciones, nos habla de los carismas y ministerios, siendo uno de ellos el ministerio de acompañamiento y escucha. Queremos y deseamos que nuestra Iglesia sea un lugar de escucha y acompañamiento, donde nadie se sienta juzgado, sino que todos encuentren un espacio en el que puedan ser escuchados y sanar sus heridas. El deseo de la Iglesia en el sínodo es instituir este ministerio de manera concreta, y ojalá que, al institucionalizarlo, no se convierta en un mero oficio, sino en algo impulsado por el Espíritu Santo: un espacio de escucha y encuentro donde las personas se sientan verdaderamente acogidas y amadas por la Iglesia.

La Iglesia debe comenzar por abrir sus puertas, especialmente rompiendo con aquellas estructuras que ya no responden a las necesidades de nuestro tiempo. Es necesario abandonar el despacho tradicional y buscar espacios en los que las personas se sientan en casa, en familia, ya que el camino recorrido hasta ahora nos ha llevado a reconocer que una Iglesia sinodal es una Iglesia que escucha, capaz de acoger y acompañar, de ser percibida como hogar y familia (IL 33).

Si queremos ejercer este nuevo ministerio que plantea el sínodo, debemos comenzar abriendo las puertas de nuestras comunidades. Tenemos que buscar espacios de reflexión y de autoconocimiento, así como escuchar a aquellos hermanos que no se acercan a nuestras comunidades porque no perciben una puerta abierta. Abramos nuestras puertas para captar lo que sucede afuera; con la puerta cerrada, no podemos percibir la acción del Espíritu en el mundo, ni abrir espacios de encuentro y diálogo, ni siquiera entre nosotros mismos.

Además, en una casa con la puerta cerrada, lo que queda dentro puede envejecer y pudrirse, porque no entra aire fresco, y todo comienza a oler a guardado, a caduco. Abramos nuestras puertas para que realmente entre ese Espíritu de Dios que hace nuevas todas las cosas.

Nosotros, los agustinos recoletos de este siglo, no podemos quedarnos de brazos cruzados ante esta invitación de la Iglesia: que nuestras comunidades sean de puertas abiertas, un espacio de acompañamiento y de escucha. Nuestro padre, san Agustín, nos enseñó con su vida y escritos la importancia de la acogida, construyendo un albergue para peregrinos; por lo tanto, como agustinos, no podemos defraudar el carisma agustiniano y el ministerio de la acogida.

San Agustín exhorta a la solidaridad y a practicar la caridad con quienes pasan necesidad y carecen de un lugar donde dormir. En un sermón predicado en el invierno del 411 o 412, san Agustín invitaba a sus fieles a actuar como Zaqueo, acogiendo a Cristo en sus casas en la persona del migrante:

«He aquí que, con el favor de Dios, estamos en el invierno. Pensad en los pobres, en cómo vestir a Cristo desnudo. Mientras se leía el evangelio, ¿no hemos considerado todos dichoso a Zaqueo porque, subido en un árbol, atento a ver al que pasaba, Cristo le miró? Efectivamente, ¿cómo iba a esperar él tenerlo como huésped en su casa? (…) Casi todos os imaginabais ser Zaqueo y que podíais recibir a Cristo (…) Cada uno de vosotros espera recibir a Cristo sentado en el cielo; vedle yaciendo en un portal; vedle pasando hambre, frío; vedle pobre, extranjero. Haced lo que acostumbráis, haced lo que no acostumbráis. Es mayor el conocimiento, sean más las buenas obras.»

Al acoger a un hermano necesitado, acogemos al mismo Cristo:

«Demos de comer en esta tierra a Cristo hambriento, démosle de beber cuando tenga sed, vistámosle si está desnudo, acojámosle si es peregrino, visitémosle si está enfermo. Son necesidades del viaje. Así hemos de vivir en esta peregrinación, donde Cristo está necesitado. Personalmente está lleno, pero tiene necesidad en los suyos. Quien está lleno personalmente, pero necesitado en los suyos, lleva a sí a los necesitados. Allí no habrá hambre, ni sed, ni desnudez, ni enfermedad, ni peregrinación, ni fatiga, ni dolor» (Sermón 236. 3).

Para promover la acogida tanto a peregrinos como a enfermos, san Agustín construyó un albergue/hospital, que se convertiría en el segundo hospital o «ciudad de la caridad» en la historia de la solidaridad y caridad universal, después de la Basiliada de Cesarea de Capadocia, construida por san Basilio Magno hacia el año 373.

En definitiva, la herencia que nos ha dejado san Agustín no puede perderse de vista en este momento de la historia, porque la Iglesia nos está invitando desde hace tiempo a ser una Iglesia con las puertas abiertas, una Iglesia de acogida y una comunidad que escuche y acompañe al más vulnerable. No defraudemos ni a san Agustín ni a la Iglesia.

Fr. Wilmer Moyetones, OAR

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