En el pasaje evangélico de hoy se reconocen fácilmente tres partes. En la primera, Jesús está solo con los doce discípulos y los interroga acerca de su identidad: sobre lo que la gente piensa de él y sobre lo que sus propios discípulos piensan de él. ¿Cuál es su identidad más profunda? Esta parte concluye con la declaración de Pedro, quien, en nombre de todos, proclama: «Tú eres el Mesías».
A continuación, en la segunda parte, Jesús comienza a explicarles a sus discípulos que era necesario que el Hijo del Hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y que fuera entregado a la muerte para resucitar al tercer día. Es decir, Jesús hace un claro anuncio de su futura pasión, muerte y resurrección. Ante este anuncio, Pedro lo lleva aparte para conversar a solas, durante la cual intenta disuadirlo. Según Pedro, el Mesías no puede tener ese final; el Mesías debe concluir su vida en este mundo con victoria, no con la derrota de la muerte. Jesús reprende a Pedro y lo llama «Satanás» por tener pensamientos contrarios a los designios de Dios: «Tú no juzgas según Dios, sino según los hombres».
Finalmente, en la tercera parte, Jesús convoca a la multitud y a sus discípulos y declara: «El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará». Esta sentencia es una invitación a seguir a Jesús en la pasión que él ha anunciado, que es su vocación y futuro, y que Pedro no quiere aceptar para Jesús. No solo Jesús asume esa vocación, sino que invita a sus verdaderos seguidores a imitarlo.
«Cercano está de mí el que me hace justicia, ¿quién luchará contra mí? El Señor es mi ayuda, ¿quién se atreverá a condenarme?»
A la luz de la primera lectura, parece que la Iglesia nos orienta a centrar nuestra atención en la segunda y tercera parte del evangelio de hoy. En efecto, el pasaje del profeta Isaías que hemos leído describe el sufrimiento voluntario al que se somete el siervo del Señor por fidelidad a Dios. En medio del sufrimiento, el siervo declara su confianza en que Dios lo auxiliará: «Cercano está de mí el que me hace justicia, ¿quién luchará contra mí? El Señor es mi ayuda, ¿quién se atreverá a condenarme?»
El comentario que podemos hacer al pasaje nos remite al catecismo. ¿Quién fue responsable de la muerte de Jesús en la cruz? ¿Por qué tuvo que morir Cristo en la cruz? ¿De qué nos redimió Cristo? ¿Cómo me llega a mí la salvación que Cristo ganó en la cruz? Estas preguntas nos introducen en el misterio de los designios de Dios. Son cosas que no comprendemos completamente, pero con la ayuda de la Sagrada Biblia y del Catecismo de la Iglesia Católica podemos intentar una respuesta. El numeral 117 del Compendio del Catecismo responde a la primera pregunta. Aunque algunos judíos, especialmente algunos miembros del sanedrín, fueron responsables de la muerte de Jesús, no se puede culpar de su muerte a todo el pueblo judío de entonces ni a los judíos que vinieron después. Todo pecador, es decir, toda persona, es realmente causa de los sufrimientos del Redentor, y son más culpables aquellos que caen más frecuentemente en pecado. Cristo asumió sobre sí, como representante de toda la humanidad, la pena, la expiación, que debíamos hacer por nuestros pecados.
En la pregunta 118, el Catecismo aclara: «A fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa iniciativa de enviar a su Hijo para que se entregara a la muerte por los pecadores». Explicando un poco más: toda persona que comete un delito, y esto es evidente en el ámbito civil y penal, debe asumir parte del daño causado por sus acciones. Cuanto más grave es el delito, más severa es la pena que se le impone al reo antes de poder reintegrarse a la sociedad. En el derecho penal, cada uno debe pagar por los delitos que ha cometido, ya sea con una multa, un tiempo en prisión o con otras penas estipuladas en la ley. También ante Dios, cada uno de nosotros debe asumir el daño causado por sus pecados para habilitarse a recibir el perdón de Dios. Pero Cristo se hizo hombre para solidarizarse con la humanidad, y él cargó y expió en sí mismo, con su pasión y muerte en la cruz, lo que nosotros estábamos incapacitados de realizar. De esa manera, gracias a la pasión y muerte de Cristo, quedamos habilitados para recibir gratuitamente el perdón y la gracia de Dios.
Participamos en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte cuando nos unimos a él por la fe y los sacramentos: el bautismo, la confirmación y la eucaristía.
Sin embargo, Cristo no solo nos habilitó para recibir gratuitamente el perdón y la gracia de Dios por su pasión y sufrimiento en la cruz; también venció nuestra muerte, para que la muerte no fuera el final definitivo de la existencia humana. Cristo, en su condición humana, compartió la muerte del hombre y la venció con su resurrección. Así, quien se une a él por la fe y los sacramentos participa de la victoria de Cristo sobre la muerte y puede esperar vivir más allá de la muerte en Dios y con Dios, unido a Jesucristo.
Participamos en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte cuando nos unimos a él por la fe y los sacramentos: el bautismo, la confirmación y la eucaristía. Estos sacramentos nos unen a Cristo y a la Iglesia y nos habilitan para participar en la salvación. Sin embargo, también debemos, de algún modo, participar en los sufrimientos de Cristo. Debemos cargar con nuestra cruz, como instruye Jesús. Aunque él asumió sobre sí el pecado del mundo, nosotros, al ofrecer nuestros dolores, sacrificios, adversidades y sufrimientos en obediencia a Dios, tomamos nuestra cruz junto con Cristo y nos unimos a él en su muerte para reinar también con él en la resurrección.