Seguimos en el contexto sinodal y una imagen que me trae a la reflexión esta vez es la figura de la mesa, una mesa que nos evoca a unidad, familia, comida, Eucaristía y muchas cosas más que podemos reflexionar. En la mesa todos somos invitados; en este momento sinodal todos fuimos invitados y nos siguen invitando a sentarnos a la mesa para que también nosotros podamos sentirnos escuchados y alimentados por la Iglesia.
En la mesa todos somos invitados.
A la hora de reflexionar sobre la figura de la mesa, nos podemos preguntar si realmente todos nos sentamos en la misma mesa para alimentarnos de la Palabra y del Cuerpo y Sangre de Cristo. ¿Entramos todos, o dejamos a unos por fuera, porque no cumplen los requisitos que nosotros mismos hemos señalado?
Todos nosotros hemos nacido en una familia y sabemos que la mesa es el signo de unidad, porque es allí donde todos nos sentamos a comer o a celebrar una fiesta de algún miembro de la familia, y todos tienen espacio y oportunidad para sentarse, y si viene uno que no es de la familia, igualmente le hacemos un lugar para que comparta con nosotros. ¿Será asimismo en la mesa de la Eucaristía de nuestra comunidad eclesial?
Vayan e inviten a todos al banquete (Mt 22,9)
Porque si nos vamos a la sagrada escritura, ahí se nos enseña que el Señor nos invita a un banquete para sentarnos a todos en su mesa, ya que la mesa del Señor está abierta a todos: Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. A la mesa del Señor estamos invitados todos y no por nuestra condición moral; todos, buenos y malos. Dios no hace acepción de personas. El Señor habla de un banquete de bodas. Un banquete de bodas es encuentro y amor; además el lema que ha elegido el Papa Francisco para el mes de las misiones es sobre el tema del banquete: Vayan e inviten a todos al banquete (Mt 22,9). El Señor dice a todos, no dice a algunos sí, a otros no; no pone condiciones para la invitación: todos, sin excluir a nadie. Así, el banquete nupcial que Dios ha preparado para el Hijo permanece abierto a todos y para siempre, porque su amor por cada uno de nosotros es grande e incondicional. “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16). (Papa Francisco en la jornada mundial de las misiones 2024).
El acceso a la mesa del Señor es gratis y para todos; es un signo de unión, donde todos podemos sentarnos y conversar como familia; además es el momento de alimentarnos y comer juntos, en nuestro caso es la Palabra y el Cuerpo y Sangre de Cristo. Todos en realidad tenemos el derecho a ambos alimentos; que nosotros no seamos obstáculo para que otros hermanos no puedan sentarse a nutrirse de estos dos alimentos.
El acceso a la mesa del Señor es gratis y para todos.
Y todos aquellos que nos alimentamos de la Palabra y del Cuerpo y Sangre del Señor, no nos podemos quedar al margen de las actividades pastorales, sino que nos tendremos que poner en camino para anunciar a otros que puedan beneficiarse también de esta Mesa; que nos pase como a los discípulos de Emaús que, cuando acabaron de comer con el Maestro, fueron a anunciarlo a los otros, preparándolos para un nuevo momento de sentarse a la mesa con el Maestro.
El gran deseo de Dios Padre, como el de todos los padres, es querer ver que todos sus hijos nos reunamos para comer juntos y, por eso, nos impulsa a ello. En realidad, el comer no es ni tiene que ser un acto solitario, sino más bien un acto comunitario, porque estamos hechos para convivir y compartir con los otros. Todos somos hijos del mismo Padre y, por eso, formamos una sola familia humana. De ahí que, en la mesa a la que el Padre nos convoca cabemos todos. Si alguno se queda sin comer, si alguno se siente excluido, si alguno no puede sentarse a la mesa, algo falla en los que estamos sentados; no se cumple el deseo de Dios Padre.
¿Quiénes somos nosotros para impedir que otros hermanos puedan alimentarse de la Palabra y el Cuerpo de Cristo en nuestra Iglesia?
En definitiva, la mesa (Palabra y Eucaristía) es para todos. El único que podría crear normas y leyes para que alguien no se acercara a ella es Jesús, su dueño. Y no lo hizo. Y no lo hace. Y no lo hará. ¿Quiénes somos nosotros para impedir que otros hermanos puedan alimentarse de la Palabra y el Cuerpo de Cristo en nuestra Iglesia? Si queremos una comunidad sinodal no podemos cerrar la puerta de la Iglesia, ya que, en dicho proceso sinodal, debe expresarse en el modo ordinario de vivir y obrar de la Iglesia […y] se realiza mediante la escucha comunitaria de la Palabra y la celebración de la Eucaristía.