Comenzamos por una paradoja: ¿cómo puede decir una monja contemplativa que la oración, en definitiva, orar, es la cosa más difícil del mundo? ¡Pues… sí!, se puede decir eso cuando sólo se ve la oración desde una única perspectiva chata u obtusa, desde la tuya propia o la de cada cual sin tener en cuenta que orar no es unilateral sino que es cosa de dos. No todo consiste en ponerse a orar sin más, sino que en la oración aprendes y de paso, te llevas la sorpresa de que cuando vienes, ya hay Alguien que con su presencia está ahí, antes de que tú llegues…
Me explico. La oración, orar, es al mismo tiempo don y tarea. Don como la vida misma que se nos regala, don como la luz que nos alumbra a cada minuto, como el sol que nos calienta y como el aire que nos envuelve, no se ve pero es esencial para vivir. La oración como regalo siempre está ahí, ¡siempre!, es parte de la vida, para ti y para mí, al alcance de nuestras manos, a pesar de lo que seas, de lo que hayas hecho u omitido, de cómo estés o te sientas, ¡descúbrela!
No se necesita un lugar específico para que la oración sea válida, (por así decirlo), todo lo que ocurre en tu existencia, hasta lo que no sospechas, puede hacerse motivo de oración, y transformar tu vida.
Oración, orar, no es poner en práctica un ejercicio repetitivo y cansino, aburrido o anticuado de fórmulas hechas, no es algo que está sujeto a la moda del momento, algo voluble sin importancia ¡no!, orar, es algo más serio y comprometedor, es entrar en comunión con Dios y eso lo tenemos a cualquier hora al alcance de nuestra existencia. Sólo basta querer. ¡Atrévete y aprovéchala!.
Dios es Dios, está y espera pacientemente a que vayamos a Él, dándonos la posibilidad de que vivamos en nuestras propias carnes la vuelta de ese “hijo pródigo” que regresa una y mil veces a su regazo de Padre, después de haber estado vagando y perdido lejos de las periferias de su amor. Orientarnos, reconducirnos hacia Él para darnos cuenta de que nos tiene “tatuados en las palmas de sus manos” de que “no quiere que se pierda ni uno de los suyos” (Mt 18,15), que nos mira de hito en hito sin parpadear, experimentar que nos busca, nos atrae hacia sí, porque Él está por encima de todo lo nuestro, “cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 20).
Y aquí es donde encaja la pieza perfecta de que la oración es cosa de dos. Orar no sólo es acercarse, es penetrar el Misterio del que somos parte para tocarlo y palparlo, para saber quienes somos, “hijos en el Hijo” (Jn 14,7),”en quien vivimos, nos movemos y existimos” (Hc 17,28). Orar es estar envueltos y arropados por un mirar que es amar. El deseo de Dios hacia cada uno de nosotros se traduce en un acto libre de su infinito amor, mi deseo hacia Él también es un acto libre de mi voluntad que me hace querer amarle en correspondencia a ese primer amor que me alcanzó, porque Él es el que tiene la iniciativa en nuestra mutua historia de amor.
En la oración se pisa terreno sagrado, ¡cuidado!, hay que descalzarse para no profanarlo, hay que despojarse de uno mismo para entrar en el Otro, hay que “no ser”, vivir la kénosis, “no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20) para dejarse hacer, hay que permanecer allí en silencio y andar de puntillas, para discernir y aprender a sintonizar con el ritmo de Dios, para no querer salir del asombro y adentrarse en Él viviendo la experiencia de la zarza ardiente de Moisés que no se consume (Ex3,2-5).
Orar es escuchar que allí mismo pronuncia nuestro propio nombre y no otro. “Pero ahora Israel, pueblo de Jacob, el Señor que te creó te dice: no temas, que yo te he libertado; yo te llamé por tu nombre, tú eres mío” (Is 43,1-4). En este silencio clamoroso de la oración se roza la sublimidad de Dios, en un halo de amor, sumergidos en un abismo insondable, perdidos como un punto insignificante en medio de una realidad que no se puede medir, ni calcular porque excede todo límite, nos desborda, porque tampoco se puede entender ni explicar, sino sólo permaneciendo allí en amor, en quietud, muy dentro de lo secreto, donde solo Dios es y nada más…donde solo se sabe que a mayor profundidad hay más silencio, se vive más de amor, de más unión, hay más claridad y…cada vez eres menos tú, ya tú eres casi nada …
Orar es buscar para encontrar al Amor y aguardar allí junto a Él, en Él, para saborear y “nutrirse de lo sabroso de su casa, porque nos da a beber del torrente de sus delicias, en Él está la fuente viva y su luz nos hace ver la luz” (Salmo 35,9). A base de ir, de llegarse una y otra vez, es como se va acostumbrando nuestro paladar a la sensibilidad de sus perennes llamadas, de su continua atracción para ser totalmente suyos. El llegarse continuamente a ese manantial sacia verdaderamente nuestro ser y nuestra sed. Sólo allí tiene que ser y no en otro lugar.
Orar es desnudar el alma ante Él para luego vestirse de Él mismo. Es presentarse cara a cara al Dios que nos habita, así como uno es, sin máscaras ni filtros que puedan embellecer o disimular lo que realmente tengo y valgo, lo que hago y traigo. Sólo Él nos conoce, nos sondea, sólo Él sabe, y no hace falta nada más.
Dios vive en tu silencio y en tu palabra, en tu oscuridad y en tu duda, en tu vacilación y en tus miedos, en tu luz, en tu claridad, en tu seguridad y tu alegría, en tu firmeza y en tu decisión. ¡Atrévete a orar!.
Orar es dialogar de Corazón a corazón, de Él para ti. Solo para ti…y de ti para Él, sólo en Él.