Acabamos de leer el pasaje del encuentro de Jesús con un hombre rico que busca alcanzar la vida eterna. Dependiendo de quién lo lea y en qué contexto, puede que no se entienda del todo la pregunta de este hombre. Y esto ocurre porque, para algunos, la expresión «vida eterna» es un concepto vacío. Hablar de vida eterna, desde la perspectiva cristiana, implica aceptar que la realidad tiene dos dimensiones: una es la de este mundo, donde las distancias se miden en metros y kilómetros, los pesos en libras o kilogramos, y el tiempo en relojes y calendarios. Para muchas personas, incluso algunas que se declaran católicas, esa es la única realidad que cuenta, la que tiene valor y consistencia.
«Para algunos, la expresión «vida eterna» es un concepto vacío.»
Esto se refleja en lo que suelen pensar en los funerales. Todos los difuntos, independientemente de cómo hayan vivido, parecen ir a un estado de paz, en algún lugar indefinido, y las exequias se convierten en simples homenajes en su honor. Pedir por el perdón de sus pecados casi parece un insulto a su memoria, cuando en realidad el sentido principal de las exequias es orar por su liberación del purgatorio. La idea de que esa otra dimensión, la vida eterna, incida en nuestra vida o que tengamos que rendir cuentas a Dios por nuestros actos, es ajena a muchos, incluso a algunos cristianos. En ese contexto, la vida eterna que busca el hombre del Evangelio se percibe como un concepto sin verdadero contenido.
Según la fe católica, este mundo es creación de Dios, pero es pasajero y caduco. La otra dimensión es la realidad definitiva, verdaderamente real, aunque ahora sea invisible a nuestros ojos. Sin embargo, ya está presente a través de la providencia divina y su gracia. La vida eterna que el hombre del Evangelio desea es, en esencia, la vida con Dios, una realidad mucho más sólida que este mundo tangible en el que vivimos temporalmente. Quien se llama cristiano pero no permite que esa realidad invisible ilumine el sentido de este mundo visible, tiene una comprensión distorsionada de la realidad según el Evangelio. A esa plenitud llegamos tras la muerte.
«El drama es que nos absorbemos tanto en esta dimensión temporal que olvidamos la verdaderamente real.»
Este es el drama que enfrentamos como cristianos: vivimos en una cultura que entiende la realidad de manera diferente a como la entiende el Evangelio. Esa concepción cultural impregna también la mente de quienes nos llamamos cristianos. Cuando dejamos de comprender y vivir la realidad según el Evangelio, dejamos de ser verdaderamente cristianos. Entonces, ya no entendemos ni qué es la vida eterna ni por qué el hombre del Evangelio estaba tan interesado en ella. Pensamos que este mundo tiene suficientes desafíos económicos, sociales, políticos y humanitarios para mantenernos ocupados, y creemos que los cristianos debemos contribuir a resolverlos. Y es cierto que debemos ocuparnos de estos retos temporales, como lo hacen muchos laicos y también no pocos obispos y sacerdotes. Pero el drama es que nos absorbemos tanto en esta dimensión temporal que olvidamos la verdaderamente real. Incluso se dice que pensar en la vida eterna es una forma de evasión de la realidad tangible, que podemos tocar, pesar y medir, y que por eso parece más real que la que el Evangelio llama verdaderamente real: la vida eterna, invisible y sin peso.
«Según el Evangelio, lo invisible da consistencia a lo visible y lo eterno a lo temporal.»
Conocer esta diferencia es la sabiduría de la que habla la primera lectura de hoy: «La tuve en más que la salud y la belleza de este mundo; la preferí a la luz, porque su resplandor nunca se apaga». Esa es la Palabra de Dios, penetrante como espada de doble filo, que nos lleva a discernir entre lo temporal y lo eterno, lo visible y lo invisible, lo material y lo espiritual, y a reconocer que, según el Evangelio, lo invisible da consistencia a lo visible y lo eterno a lo temporal.
Jesús orienta al hombre que busca la vida eterna en primer lugar hacia una reforma moral, recordándole los mandamientos que deben regir su vida en este mundo. Son prácticamente los mandamientos del Decálogo. El hombre afirma haberlos cumplido desde joven, y Jesús le asegura que está bien encaminado. Para alcanzar la vida eterna, es necesario caminar correctamente en la vida temporal; para entrar al cielo, hay que andar bien en la tierra. Para disfrutar de la eternidad, que dura para siempre, hay que perfeccionarse durante la temporalidad limitada. Una sola cosa le falta a este hombre: seguir a Jesús. Y para seguirlo, debe vender todo lo que tiene. «Vender», en boca de Jesús, significa dejar de confiar en los bienes de este mundo. El hombre debe dejar de pensar que lo verdaderamente real son las cosas materiales y comenzar a vivir con la conciencia de que lo real es Dios y que la salvación nos llega a través de Jesús. Debe aprender a mirar lo invisible a través de Jesús, bien visible. Pero, al oír estas palabras, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado porque tenía muchos bienes.
«No se salvarán los que ponen su seguridad en los bienes de este mundo ni quienes viven como si esta fuera la única realidad, sino aquellos que se abren a Dios.»
¿Entendía realmente lo que pedía? Quizás era un buen judío que cumplía la ley, pero aún no comprendía que la vida eterna llega a través de la fe en Jesucristo. No entendía que para confiar plenamente en Jesucristo es necesario dejar de poner nuestra seguridad en las cosas de este mundo. Los bienes materiales son útiles, pero con frecuencia absorben tanto nuestra atención que nos hacen perder de vista la eternidad. El hombre no pudo desprenderse de sus bienes, es decir, no pudo replantearse su relación con este mundo y reconocer su caducidad e insuficiencia, para poner toda su confianza en Jesús como mediador de la vida eterna.
Ante el asombro de los discípulos, Jesús declara que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios. Y para que no pensemos que, como no somos ricos, esa sentencia no nos afecta, debemos entender que «ricos» son todos aquellos que creen que lo único real es este mundo. No pueden entrar en un reino que, para ellos, no existe. Y esto lo piensan incluso algunos que no tienen ni un centavo en el banco. Entonces, ¿quién puede salvarse?, preguntan los discípulos. No se salvarán los que ponen su seguridad en los bienes de este mundo ni quienes viven como si esta fuera la única realidad, sino aquellos que se abren a Dios. Es imposible para los hombres, pero no para Dios. Para Dios, todo es posible. Y de eso se trata nuestra vida de fe.