Una palabra amiga

Una reflexión sobre el significado redentor de la muerte de Cristo a la luz de las Escrituras

El breve pasaje que escuchamos este domingo como primera lectura es un fragmento de un extenso testimonio que el profeta Isaías ofrece acerca del Siervo del Señor. Este pasaje completo se proclama como primera lectura en la liturgia del Viernes Santo, lo que nos da una orientación para la reflexión de hoy. El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, por las fatigas de su alma verá la luz y se saciará. Con sus sufrimientos, mi siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos.

En estas dramáticas palabras del profeta Isaías, los apóstoles en los orígenes encontraron luz para entender el significado de la muerte de Cristo en la cruz. Pero el mismo Jesucristo también ofreció una interpretación de su futura muerte en las palabras con las que concluyó el pasaje evangélico de hoy: «El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por muchos». Jesús interpreta su vida como servicio a los demás y destaca, como el supremo servicio, su muerte en la cruz para la redención de todos.

Quiero destacar algunas expresiones de ambos pasajes: «Entregó su vida como expiación» cuando el Señor lo trituró con el sufrimiento. El siervo «justificó a muchos cargando con los crímenes de ellos». El Hijo del Hombre vino a servir y «dio su vida por la redención de todos». ¿En qué sentido Jesucristo cargó con nuestros crímenes y pecados? ¿Por qué Dios envió a su Hijo a este mundo para pasar tanto sufrimiento y tribulación? Estas preguntas nos introducen en las profundidades de los designios de Dios y, aunque podemos ofrecer alguna respuesta o luz con la ayuda de las Sagradas Escrituras, nunca podremos comprender plenamente la grandeza del amor de Dios revelado en la muerte de Cristo, ni por qué ese amor tuvo el precio de la horrible pasión y crucifixión del Hijo de Dios. Menos aún podemos saber si ese era el único modo que Dios tenía para realizar nuestra salvación. Fue ese. Especular sobre otros posibles modos sería pretender enseñar a Dios cómo debía haber actuado, lo cual podría incluso resultar blasfemo.

¿En qué sentido Jesucristo cargó con nuestros crímenes y pecados? ¿Por qué Dios envió a su Hijo a este mundo para pasar tanto sufrimiento y tribulación?

Es bueno recordar las palabras de san Pablo al final del capítulo 11 de la carta a los Romanos: “¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de ciencia hay en Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le dio primero, que tenga derecho a la recompensa? Porque todas las cosas provienen de él, y son por él y para él. ¡A él la gloria por los siglos! Amén» (Rm 11, 33-35).

Con estas salvedades, intentemos, pues, explicar hasta donde podamos el significado de la muerte de Cristo. El Nuevo Testamento repite que era necesario que el Hijo de Dios padeciera en la cruz. La frase «era necesario» se entiende en el sentido de que esa era la voluntad de Dios. El mismo Cristo, en la oración en el huerto, cuando pide verse libre de la pasión y muerte, acaba sometiéndose a la voluntad de Dios: «Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Tratar de penetrar los insondables designios de Dios nos supera. Sin embargo, podemos entender cómo fue que los discípulos de Jesús llegaron a comprender que su muerte tenía un significado redentor para el perdón de los pecados.

Para los discípulos inmediatos de Jesús, su muerte en la cruz los dejó desolados, desengañados y frustrados. Pero las apariciones de Jesús el primer día de la semana, que les demostraron que estaba vivo junto a Dios, los obligaron a buscar un significado positivo a su muerte. Esta no era un fracaso, sino un designio de Dios para nuestro bien. Si la resurrección era obra de Dios, la muerte en la cruz también debía ser obra de Dios. El mismo Jesucristo abrió la mente de los discípulos para que comprendieran las Escrituras que se referían a su futura muerte en la cruz (cf. Lc 24, 25-27. 44-48), pasajes como la primera lectura de hoy.

Otra fuente de interpretación fueron los sacrificios expiatorios que se ofrecían en el Templo, sobre todo el día de la expiación. Unos chivos recibían sobre sí los pecados del pueblo, y al ser sacrificados, se llevaban consigo el pecado. Ciertamente, unos animales irracionales no pueden cargar con el pecado humano, y por eso aquellos sacrificios no surtían efecto. Pero eran como una súplica que anticipaba el sacrificio de alguien que cargara con los pecados de la humanidad y, con su muerte, nos los quitara de encima.

La convicción de que la muerte de Cristo hace posible el perdón de los pecados de la humanidad tiene su origen en el mismo Jesús. En la Última Cena, Jesús declaró que la copa de vino que se repartía entre sus discípulos era la nueva alianza en su sangre para el perdón de los pecados. La frase de Jesús en el evangelio, que dice que ha venido a servir muriendo para la redención de muchos, es otra de esas fuentes. La palabra «redención» tiene su origen en el régimen de la esclavitud y significaba, en primer lugar, el acto por el cual un esclavo recobraba su libertad porque alguien pagaba por él. Cristo nos ha redimido de la esclavitud a Satanás y al pecado, a los que estábamos sujetos. Pero Jesús no ha pagado a Satanás ningún rescate, ni tampoco ha calmado con su sufrimiento la ira de un Dios ofendido.

El Hijo de Dios, al hacerse uno de nosotros, se solidarizó con nosotros, y como miembro de la raza humana aceptó cargar sobre sí, a través del sufrimiento de la pasión y muerte en la cruz, el sufrimiento y daño que causan nuestros pecados.

Cristo nos redimió de otro modo. Él quitó de nuestros hombros una exigencia de expiación que no podíamos saldar. ¿De qué manera? Para poder recibir el perdón, toda persona culpable debe primero asumir algo del sufrimiento que ha causado con sus acciones ofensivas o delictivas. El sistema penitenciario funciona con esa lógica: quien ha cometido un delito debe «pagar» ante la sociedad, es decir, debe sufrir en su persona algo del daño que causó a los demás con sus delitos. Entonces podrá quedar rehabilitado y reintegrarse a la sociedad. El Hijo de Dios, al hacerse uno de nosotros, se solidarizó con nosotros, y como miembro de la raza humana aceptó cargar sobre sí, a través del sufrimiento de la pasión y muerte en la cruz, el sufrimiento y daño que causan nuestros pecados. Sufrió en su carne divina el sufrimiento que debía caer sobre nosotros para habilitarnos para el perdón de Dios. De este modo, estableció la alianza para el perdón de los pecados que nos capacita para recibir gratuitamente el perdón de Dios. El único requisito que queda de nuestra parte es el reconocimiento de la culpa, el arrepentimiento y el propósito de enmienda y corrección.

Él es, por eso, el Cordero que quita y carga sobre sí el pecado del mundo, como proclama san Juan Bautista (Jn 1,29). Este es su gran servicio y la dramática expresión de su amor por nosotros. Valoremos la sangre de Cristo, precio de nuestro rescate, y agradezcamos con corazón sincero un amor tan grande por nosotros.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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