Desde hace algunos domingos, la segunda lectura se ha tomado del escrito del Nuevo Testamento conocido como la Carta a los Hebreos, que en realidad es un sermón muy bien articulado. Este sermón explica cómo el sacrificio de Cristo en la cruz y su glorificación a la derecha del Padre es el acto por el cual verdaderamente obtenemos el perdón de los pecados y la capacidad de acercarnos a la presencia de Dios. Ese sacrificio hizo caducos los antiguos ritos y marcó la fecha de vencimiento de los sacrificios ofrecidos en el templo de Jerusalén, así como de todos los ritos y cultos de las religiones del mundo. El único sacrificio que nos reconcilia con Dios, que nos obtiene el perdón y que nos conduce a la presencia del Padre es el de Cristo. No hay otro (cf. Hechos 4,12).
El único sacrificio que nos reconcilia con Dios, que nos obtiene el perdón y que nos conduce a la presencia del Padre es el de Cristo.
En esta condición, Jesucristo también sustituye a los sacerdotes del Antiguo Testamento y a todos los otros mediadores de las realidades espirituales de otras religiones. Jesucristo es el único sacerdote que media entre nosotros y Dios, ya que es el Hijo de Dios que se ha hecho uno de nosotros para compadecerse de nuestras debilidades y llevarnos a la salvación. El autor del sermón destaca en el pasaje de hoy las cualidades del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, el primero de los cuales fue Aarón, el hermano de Moisés. El sumo sacerdote era un hombre elegido de entre el pueblo, a quien se le confiaba la misión de mediar entre Dios y la humanidad. Él ofrecía dones y sacrificios con la intención de obtener el perdón de los pecados para la humanidad y ofrecía a Dios las oraciones, dones y sacrificios en nombre del pueblo. Como humano que era, podía comprender las debilidades de los hombres, pues él mismo estaba sujeto a ellas. Aarón no se designó a sí mismo como sumo sacerdote, sino que fue elegido y designado por Dios.
Cristo también fue designado por Dios en la categoría de sumo sacerdote cuando pronunció las palabras recogidas en el salmo 110: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» y añadió «Tú eres sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec». El Hijo de Dios, al hacerse uno de nosotros, se solidarizó con nosotros y compartió nuestras debilidades, excepto el pecado. Por eso también se compadece de nuestros dolores y sufrimientos y tiene misericordia de nosotros, pecadores. En tal condición, Él es el único salvador y mediador que tenemos. No hay otro que valga ante Dios.
El Hijo de Dios, al hacerse uno de nosotros, se solidarizó con nosotros y compartió nuestras debilidades, excepto el pecado.
Esa actitud misericordiosa, capaz de compadecerse del sufrimiento de los hombres, Jesucristo la expresó durante su vida al curar a enfermos, limpiar a leprosos, dar vista a los ciegos y perdonar los pecados de quienes acudieron a Él arrepentidos de sus malas obras. El pasaje evangélico de hoy es uno de los muchos relatos que narran una curación realizada por Jesús. Sin embargo, hay que entender que las curaciones corporales que Jesús realizó antes de su muerte se contaron después con la intención de presentar la curación espiritual que Jesús había traído con su muerte y resurrección. En efecto, las curaciones ocurrieron antes de su muerte y resurrección, pero se narraron y escribieron después, lo cual permitió descubrir un significado más profundo en los milagros de Jesús.
En la escena de hoy, un ciego, cuyo nombre se recuerda, Bartimeo, estaba sentado a la orilla del camino. Jesús sale de la ciudad de Jericó para encaminarse hacia Jerusalén. Allí será recibido como el Mesías entre aclamaciones y palmas. Pero ahora, el ciego también aclama a Jesús como el Mesías, el Hijo de David: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!». Aunque muchos tratan de callarlo, él insiste en su clamor, hasta que Jesús se detiene y manda llamarlo. El ciego se presenta ante Jesús, quien le pregunta qué favor desea recibir. El ciego responde: «Maestro, que pueda ver».
El ciego se presenta ante Jesús, quien le pregunta qué favor desea recibir. El ciego responde: «Maestro, que pueda ver».
En el contexto original, el ciego aparentemente pedía luz para sus ojos. En el relato, después de la resurrección, comprendemos que la petición del ciego tiene un significado más profundo. «Poder ver» es otro modo de decir: «Ilumina mi vida, dale sentido y rumbo; que yo pueda ver de dónde vengo y hacia dónde voy». Jesús le responde: «Vete, tu fe te ha salvado». El ciego recobró la vista y comenzó a seguir a Jesús por el camino. Pero es necesario examinar la respuesta de Jesús. El ciego había pedido poder ver. Jesús no le dice: «Recobra la vista». Le dice: «Vete, tu fe te ha salvado». La respuesta de Jesús va más allá de lo que el ciego le pedía; el don que Cristo le trajo fue la salvación por la fe, y no solo la vista para ver. La vista recuperada fue símbolo de la fe adquirida, porque la fe es luz que ilumina y alumbra nuestro camino. Por eso a los bautizados se les entrega una candela encendida, porque con la fe reciben la vista espiritual que les permite encontrar el sentido de su vida en Dios.
En esta Eucaristía concluimos el mes dedicado a la Virgen María en su advocación del Rosario. Ella es la Madre de misericordia, pues dio existencia humana al Hijo de Dios, cuya misericordia infinita nos trajo la salvación por su muerte en la cruz y nos la comunica cada día con el don del Espíritu Santo. Agradecemos a la Virgen María su intercesión y protección por nosotros. Durante el mes de octubre, y especialmente durante la novena, han sido incontables los fieles católicos que han visitado la catedral con una súplica, un agradecimiento o un canto de alabanza en sus labios. Pedimos a Dios que acoja en su bondad y compasión las expresiones de fe y esperanza que se han manifestado de tantas maneras en esta iglesia y en todos los lugares donde se ha invocado la intercesión de la Virgen María. Que la gracia de Dios nos conceda vivir con alegría y esperanza.
Agradecemos a la Virgen María su intercesión y protección por nosotros. Que la gracia de Dios nos conceda vivir con alegría y esperanza.
A finales de este año comenzará el jubileo de cuarto de siglo que se extenderá a lo largo del 2025. Será un año para tomar conciencia del perdón de Dios ofrecido a manos llenas a través del sacramento del bautismo para quienes comienzan su vida cristiana, y del sacramento de la penitencia para quienes ya estamos bautizados. Que la Virgen María también nos acompañe y suscite en nosotros la alegría de la fe y de la santidad.