Jesús dejó enseñanzas claras sobre cómo culminará nuestra salvación, y los demás escritores del Nuevo Testamento recogieron y repitieron sus palabras. Sin embargo, esta enseñanza parece haber sido relegada en la Iglesia, lo que implica un riesgo considerable para quienes nos decimos creyentes en Cristo. Aunque por la fe y los sacramentos participamos ya de la salvación que nos ofrece Cristo, nuestra salvación aún no se ha completado. El pecado sigue teniendo algún poder sobre nosotros y todavía no hemos resucitado. Lo mismo ocurre con la humanidad entera: Cristo vino a salvarla del fracaso y la frustración, pero esta obra aún no se ha consumado.
La Iglesia transmite con claridad la enseñanza de Jesús: Él volverá en gloria, y esa vuelta marcará el colapso y el final del mundo creado. Jesús lo expresa de forma contundente: “Después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”. Este evento, conocido como la segunda venida de Cristo, dará plenitud a su obra salvadora. Es una promesa fundamental de nuestra fe, que asegura que la salvación que ya experimentamos, tanto a nivel personal como universal, alcanzará su plenitud solo por medio de Jesucristo.
Este mundo no es nuestra morada permanente, y nuestro esfuerzo debe enfocarse en vivir con la esperanza de la eternidad.
El colapso del universo refleja la convicción cristiana de que nuestra morada definitiva no es este mundo, sino Dios mismo. Este mundo, aunque creado por Dios, es transitorio. Los fenómenos como el cambio climático, los terremotos, la deforestación, los huracanes, la contaminación y la extinción de especies son muestras de su vulnerabilidad y caducidad. Aunque cuidarlo es parte de nuestra responsabilidad como administradores de la creación, este mundo no es nuestra morada permanente, y nuestro esfuerzo debe enfocarse en vivir con la esperanza de la eternidad.
En la enseñanza de la Iglesia, la venida de Cristo y el colapso del universo precederán a otro gran acontecimiento: la resurrección de los muertos. Como anuncia el profeta Daniel: “Será aquel un tiempo de angustia, como no lo hubo desde el principio del mundo. Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para la vida eterna, otros para el eterno castigo”. Tanto Jesús como Daniel describen tiempos de tribulación, que a lo largo de la historia se han manifestado en diversas persecuciones contra los cristianos. Jesús no prometió bienestar continuo ni prosperidad ilimitada, sino que advirtió: “Si a mí me persiguieron, también os perseguirán a vosotros”.
“Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo”.
La gran tribulación y angustia son una exhortación a la perseverancia. Después de los tiempos oscuros brillará el sol de Dios, y con la resurrección de los muertos seremos llamados al juicio. Este juicio final no es externo, sino una manifestación de la verdad de nuestras vidas ante Dios. Como enseña el Evangelio de Juan: “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo”. Sin embargo, habrá salvación para quienes aceptaron la luz y condenación para quienes la rechazaron.
Finalmente, el juicio dará paso al Reino de Dios. La creación alcanzará la plenitud para la que fue diseñada. Aquellos cuya vida haya sido un logro de la misericordia de Dios alcanzarán la plenitud en Él y vivirán en el cielo. Por el contrario, quienes hayan rechazado la verdad y la luz encontrarán frustración y tinieblas, lo que conocemos como el infierno.
“Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse.”
En este final, el tiempo cesará y viviremos en la eternidad, que no es una duración sin fin, sino plenitud en Dios, sin espacio ni tiempo. Como Jesús advirtió: “Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse”. Por tanto, pongamos todo nuestro empeño en ser parte de esa gloria final, dejando que este anhelo de eternidad ilumine nuestro presente y dé sentido a nuestros días.