En este último domingo del tiempo ordinario celebramos la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Esta solemnidad, anteriormente, se celebraba el domingo anterior al de Todos los Santos para significar que el reinado de Cristo realiza la santificación de los hombres. Su ubicación actual destaca otro aspecto: el reinado de Cristo es la meta y plenitud de la historia humana. La visión del profeta Daniel en la primera lectura de hoy vislumbra el momento en que Dios Padre entrega al Hijo toda la soberanía, la gloria y el reino. Este acontecimiento puede identificarse con lo que proclamamos en el Credo: «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre». Cristo reina para realizar la salvación de la humanidad a través de la predicación del Evangelio y la celebración de los sacramentos. Cuando su reinado quede plenamente establecido y el pecado y la muerte sean completamente sometidos y derrotados, Cristo entregará su reino a Dios Padre, para que Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15,24-28). Entonces llegará la plenitud y la eternidad.
Cristo reina para realizar la salvación de la humanidad a través de la predicación del Evangelio y la celebración de los sacramentos.
La eternidad no es un tiempo sin fin, sino la ausencia total de tiempo, de duración y de plazos. Es la totalidad simultánea de toda presencia en Dios. Apenas podemos expresarlo y mucho menos comprenderlo plenamente. Cristo alcanzó ese reinado a través de la pasión y la cruz; su reinado no quedó establecido entre las aclamaciones del Domingo de Ramos, sino entre los abucheos del Viernes Santo. No es un reinado adquirido por popularidad, sino basado en el testimonio de la verdad.
El pasaje evangélico de hoy recoge un fragmento decisivo del diálogo entre Jesús y Pilato la mañana de su crucifixión. Jesús fue acusado ante el gobernador romano del crimen de sedición. Roma gobernaba Judea como un territorio sometido por la fuerza militar. Algunas corrientes del judaísmo de la época esperaban que el Mesías liberara a Judea de la opresión romana. Jesús, sin embargo, afirmó que sería el Mesías a través de la pasión y la muerte. Sus adversarios, aprovechando que se identificaba como Mesías, lo acusaron de sedición ante el gobernador romano, un delito que conllevaba la pena de muerte, que era precisamente lo que buscaban.
El reinado de Jesucristo no es un reinado adquirido por popularidad, sino basado en el testimonio de la verdad.
Al principio, Pilato mantiene cierta objetividad. Quiere fundamentar la acusación, por lo que interroga a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Es una pregunta justa. Pilato le deja claro: «Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí.» Entonces llega la pregunta de fondo: «¿Qué has hecho?» Pilato probablemente percibió en el comportamiento de Jesús que no representaba una amenaza política.
Jesús responde con palabras memorables: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera yo en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.» Jesús reivindica su dignidad como rey, pero aclara que su reino no desafía al poder romano con medios militares. Es un rey sin ejército ni soldados. Pilato, desconcertado, pregunta: «¿Conque tú eres rey?» Jesús responde: «Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.» El reino de Jesucristo se funda en la verdad, no en la fuerza.
La verdad, en primer lugar, es Dios. Ser testigo de la verdad es ser testigo de Dios y de su amor por nosotros, un amor que lo llevó a entregar a su propio Hijo para nuestra salvación. La verdad es también el testimonio de Jesucristo de que él es el Hijo de Dios que otorga vida eterna a quienes creen en él. Es la luz de Dios que ilumina a quienes se dejan guiar por la fe. Pilato, desconcertado, corta la conversación con una pregunta que quedó sin respuesta: «¿Qué es la verdad?» Esta pregunta sigue siendo crucial hoy, en un mundo donde la verdad parece fragmentada y subjetiva. Sin embargo, la verdad no depende de las mayorías; es la adecuación del pensamiento a la realidad.
Ser testigo de la verdad es ser testigo de Dios y de su amor por nosotros, un amor que lo llevó a entregar a su propio Hijo para nuestra salvación.
En la muerte y resurrección de Jesús se realizó la verdad que él proclamaba. Por ello, el apóstol Juan en el Apocalipsis aclama el reinado de Jesús: «Él es el testigo fiel, el primogénito de los muertos, el soberano de los reyes de la tierra; aquel que nos amó, nos purificó de nuestros pecados con su sangre y nos hizo un reino de sacerdotes para su Dios y Padre.» Jesucristo es el testigo fiel porque dio testimonio del amor de Dios hasta la cruz. Es el primogénito de entre los muertos porque venció la muerte y resucitó. Unidos a él por la fe y los sacramentos, también nosotros podremos resucitar y vivir con Dios para siempre. Cristo es soberano sobre los reyes de la tierra, pues mientras los poderes humanos gobiernan nuestra vida exterior, él gobierna las conciencias y examina las acciones según su justicia. Él nos purificó de nuestros pecados y, por el Espíritu Santo, nos consagró como un pueblo de Dios que ofrece cada día el sacrificio de alabanza y de la propia vida. No vivimos ya para nosotros mismos, sino para Dios, y esa es nuestra salvación.