Una palabra amiga

El Año Nuevo: un tiempo pleno en Dios

En este primer día del año convergen, al menos, dos motivos de celebración. Para la mayoría de las personas, el término de un año y el inicio de otro es un acontecimiento con significados religiosos y espirituales. Los años miden el tiempo de nuestra vida; su paso nos hace sentir nuestra fugacidad. Cuando somos niños, los cumpleaños son motivo de júbilo, pues es la ocasión en la que somos el centro de felicitaciones y celebraciones. Al llegar a la adultez, aunque las celebraciones no faltan, los cumpleaños se convierten en un recordatorio de que el término de la vida está más cerca. Algo similar ocurre con cada año nuevo: celebramos que hemos llegado vivos al final de un ciclo. Nos alegramos y compartimos con familiares y amigos los logros, las esperanzas y los proyectos.

El Año Nuevo es, por tanto, una fiesta de Navidad, ya que la cuenta de los años comienza con el nacimiento de nuestro Salvador.

El futuro es siempre incierto, pero comenzamos el nuevo año acompañados por quienes nos quieren y estiman. Esa compañía le resta inquietud a la incertidumbre del porvenir. En fechas como esta, tomamos conciencia de la precariedad del tiempo, de la fugacidad de la vida y de los límites de nuestra existencia. Cuando la vida nos muestra sus límites, buscamos una roca firme en la que apoyarnos. Así, un acontecimiento puramente calendárico, como el paso de un año a otro, se convierte en una oportunidad para abrirnos a las dimensiones espirituales de la realidad, de donde emanan el sentido, la certeza y la confianza.

Es importante recordar que estos años, que terminan y comienzan, llevan un número: son los años que han pasado desde el nacimiento de Jesucristo. El Año Nuevo es, por tanto, una fiesta de Navidad, ya que la cuenta de los años comienza con el nacimiento de nuestro Salvador. Hoy iniciamos el año dos mil veinticinco, un año de jubileo, en el que la salvación que Cristo trajo al mundo se nos ofrece con mayor intensidad, y su perdón y gracia están más al alcance de nuestras manos.

El tiempo es una realidad humana, una dimensión de la creación, mientras que la eternidad pertenece a Dios.

En la lectura de la carta a los Gálatas que escuchamos en la celebración del 1 de enero, san Pablo nos enseña que, al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley. ¿Cuándo son plenos los tiempos? ¿Qué significa la plenitud de los tiempos? ¿Es un momento transitorio o un estado que permanece? Si Dios envió a su Hijo en la plenitud de los tiempos, ¿esa plenitud ya pasó, o seguimos viviendo en ella? ¿Qué hace pleno el tiempo?

El tiempo es una realidad humana, una dimensión de la creación, mientras que la eternidad pertenece a Dios. Pero cuando Dios entra en el tiempo, lo llena de su eternidad y lo hace pleno. Los tiempos son plenos cuando están llenos de Dios. Desde que Cristo nació, el tiempo humano lleva la huella de Dios. Jesucristo vivió en el tiempo y en la tierra durante aproximadamente treinta y tres años. Pero al resucitar y ascender al cielo, dejó su Espíritu Santo, que habita en el corazón de los creyentes y constituye la presencia de Dios en el mundo. La Iglesia es el ámbito del Espíritu Santo. Como miembros de la Iglesia, por la fe, el bautismo, el amor, la eucaristía, la esperanza y la oración, llevamos en nosotros el don del Espíritu Santo. Participamos, aunque de forma limitada, en la plenitud de Dios. Por eso, nuestros tiempos también son plenos. Vivimos aún hoy en la plenitud de Dios.

Este es el misterio de la Navidad: Dios se hizo hijo del hombre para que los hijos de Adán lleguen a ser hijos de Dios.

Este día, nos alegramos al agradecer el año que pasó y confiarnos al que comienza. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios nació bajo la ley. Esto puede entenderse en su sentido más amplio: nació bajo la ley de la muerte, que Dios había dictado tras el primer pecado humano. Pero Cristo nació bajo la ley de la muerte para rescatar a quienes estábamos sujetos a ella, a fin de hacernos hijos suyos. Este es el misterio de la Navidad: Dios se hizo hijo del hombre para que los hijos de Adán lleguen a ser hijos de Dios. Y porque somos hijos de Dios desde el bautismo, el Padre envió a nuestros corazones el Espíritu Santo de su Hijo, que nos permite llamar a Dios nuestro Padre, clamando con Jesús: ¡Abbá! Esa es la palabra aramea con la que Jesús se dirigía a Dios al iniciar sus oraciones. Una palabra que significa «Padre».

El principal don de Dios y el fundamento de la paz es su Espíritu Santo en nosotros, anticipo y garantía de la vida eterna.

Esta es la gran bendición que recibimos esta noche: ser hijos de Dios. Purifiquemos nuestras intenciones. Dado que el futuro es incierto, pedimos a Dios que en este año nuevo tengamos salud, que podamos cumplir con nuestro trabajo, que reine la paz en nuestras familias y vivamos en concordia social. Todo esto es legítimo, siempre que pidamos, antes que nada, que Dios nos llene con su Espíritu Santo, que nuestra identidad como hijos de Dios se fortalezca día a día y que, en todo lugar y momento, su rostro resplandezca sobre nosotros, otorgándonos su favor y su paz. El principal don de Dios y el fundamento de la paz es su Espíritu Santo en nosotros, anticipo y garantía de la vida eterna.

Por María, recibimos de Dios todas las bendiciones que podemos esperar y somos también hijos de Dios y herederos del cielo.

El Hijo de Dios, que nació bajo la ley, nació también de una mujer: la Virgen María. San Pablo no menciona su nombre, que conocemos por los Evangelios. Con su maternidad virginal, María hizo posible que nuestros tiempos fueran plenos. Hoy celebramos a Santa María, Madre de Dios. Este título, otorgado con especial convicción desde el Concilio de Éfeso en el año 431, no solo ensalza a la Virgen, sino que afirma la identidad de Cristo: quien fue concebido en el seno de María fue, desde el principio, el Hijo de Dios hecho hombre. Por ello, María es verdaderamente Madre de Dios, no porque haya dado origen a Dios, sino porque quien concibió y dio a luz fue realmente el Hijo de Dios en existencia humana. Esta es la mayor fiesta en honor a la Virgen María, pues dar existencia humana al Hijo de Dios fue su misión principal.

Gracias a esta maternidad divina, nuestros tiempos son plenos. Por ella, miramos el nuevo año con confianza, sabiendo que Dios está con nosotros. Por ella, recibimos de Dios todas las bendiciones que podemos esperar y somos también hijos de Dios y herederos del cielo.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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