Una palabra amiga

El Bautismo de Jesús: la presentación del Salvador al mundo

La liturgia de este domingo celebra y rememora el Bautismo de Jesús. Es el acontecimiento en el que el Padre Dios nos presenta a su Hijo, como nuestro Salvador, y así culmina el tiempo de Navidad. Es uno de los acontecimientos que están al origen del bautismo cristiano. En el evangelio se nos cuenta que el pueblo judío estaba en expectación. Es decir, había en el ambiente un presentimiento de que la intervención definitiva de Dios era inminente. Sin duda, la predicación de Juan el Bautista contribuía a crear esa expectación, pues él ofrecía un bautismo de penitencia y perdón como preparación para esa intervención próxima de Dios. Incluso algunos pensaban que él podría ser el Mesías prometido; pero él no se aprovechó de la opinión de la gente para darse importancia.

Él siempre dijo que detrás de él vendría otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego.

Entre la gente que venía a recibir el bautismo de Juan, se acercó también Jesús. El evangelista Lucas da a entender que Jesús se mezcló con los pecadores que él había venido a salvar, del mismo modo que sería crucificado entre dos ladrones como un delincuente más. Sin embargo, Jesús se confundió con los pecadores, no porque él fuera uno más, sino porque él vino precisamente a salvar a los pecadores y se identificó con nosotros pecadores, para salvarnos del pecado. Después de recibir el bautismo, mientras oraba, sucedieron signos visibles y audibles. Se abrió el cielo y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma sensible, como de una paloma, y del cielo llegó una voz que decía: “Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco”. La voz le hablaba a Jesús, pero la oyeron los que estaban presentes. El Espíritu Santo bajó sobre Jesús, pero lo vieron los que estaban alrededor. De ese modo, el Padre nos presentó a Jesús como aquel por quien los cielos se abrieron para que bajara el Espíritu Santo y permanecieron abiertos para que la gracia de Dios, a través de Jesús, se distribuyera a toda la humanidad.

La voz del Padre también lo presentó como su Hijo predilecto en quien Él se complace. El Padre se complace en el Hijo que cumple la misión para la que lo envió: buscar a los pecadores para su salvación.

Esta presentación que el Padre Dios hace en el bautismo tiene su antecedente en la presentación que Dios hace de su siervo fiel en el profeta Isaías: “Miren a mi siervo a quien sostengo, a mi elegido, en quien tengo mis complacencias. En él he puesto mi espíritu para que haga brillar la justicia sobre las naciones”. Y continúa más adelante: “Te he formado y te he constituido alianza de un pueblo, luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas”. El siervo del Señor es luz que abre los ojos de los ciegos que no ven el sentido de su vida; que libera de la prisión de sus vicios a quienes viven cautivos en ellos y saca de la mazmorra de la muerte a quienes viven en las tinieblas del temor, el miedo y la frustración.

Finalmente, hay una tercera presentación de Jesús, esta vez por boca de Pedro en la segunda lectura. El apóstol ha llegado a la casa del centurión Cornelio, un gentil piadoso, simpatizante del judaísmo, quien ha tenido una visión en la que Dios le mandaba traer a Pedro a su casa. Cuando Pedro llegó y comenzó a anunciar el evangelio, el Espíritu Santo vino visiblemente sobre Cornelio y su familia, con lo que Pedro entendió que el evangelio es para todos. Dijo: “Ahora caigo en la cuenta de que Dios no hace distinción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que fuere”. Es decir, la fe cristiana no es asunto étnico o cultural, limitada al pueblo judío. La fe cristiana se ofrece a todos, con tal de que reconozcan a Dios por la fe y practiquen la justicia por medio de una conducta éticamente recta, porque todos deben ser salvados del pecado y la muerte. En esa coyuntura, Pedro también presenta a Jesús: “Ya saben ustedes lo sucedido en toda Judea, que tuvo principio en Galilea, después del bautismo predicado por Juan: cómo Dios ungió con el poder del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret y cómo este pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. La presentación de Jesús conlleva la declaración de su misión. Es el hombre que recibe el Espíritu para distribuirlo a los demás. Es el hombre enviado por Dios que trae la luz de la verdad y la medicina de la misericordia y el perdón. Pero si Dios nos presenta a Jesús, ¿cómo debemos nosotros corresponder a esa presentación? ¿Cómo conocemos a Jesús?

Desde hace dos o tres siglos y hasta nuestros días, se ha instalado la duda en torno a Jesús. Primero se dudaba hasta de su existencia histórica. Luego que se estableció, según los métodos propios de la historia, la existencia real de Jesús, continúa el empeño de reducir a Jesús a lo que hoy consideramos verosímil según la ciencia. Jesús existió y predicó el amor a Dios y al prójimo, anunció el Reino de Dios, murió crucificado. Pero todas las cosas extraordinarias como sus milagros, su transfiguración, su resurrección y su concepción virginal serían modos de enaltecer su figura, pero no serían reales, pues son cosas que se salen de lo ordinario. Incluso se ponen en duda las palabras de Jesús transmitidas en los evangelios, pues en aquel tiempo, dicen, no existían grabadoras para registrarlas de modo fidedigno. Estas dudas afectan incluso a personas que se dedican a estudios teológicos, como sacerdotes, seminaristas y laicos, si no reconocen las limitaciones de la ciencia.

“¿Quién dice la gente que soy yo?”

Los estudios históricos sobre Jesús son útiles porque ofrecen a la fe una base histórica firme. Pero son solo un punto de partida. Cuando Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, luego preguntó a sus discípulos qué pensaban ellos de él. En esa ocasión, Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Y Jesús replicó: “Eso no te lo ha revelado la carne y la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”. Es decir, conocer esa identidad supera la capacidad puramente humana, pues el conocimiento de la fe alcanza dimensiones de la realidad que caen fuera de lo que la ciencia humana puede abarcar. El Jesús real no es el que resulta de las reconstrucciones históricas, sino el que conocemos en los evangelios, el que predica la Iglesia y que es el único que nos puede salvar, porque solo ese Jesús es hombre y también Dios. Pues si Jesús es solo un maestro de moral, pero no da ni vida eterna ni perdón, no merece nuestra fe y adoración.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

X