En la celebración de la misa se distinguen claramente dos partes. La primera se llama liturgia de la Palabra y la segunda, liturgia eucarística. En la primera parte se lee un pasaje del evangelio, al que preceden una o dos lecturas tomadas de otros escritos del Antiguo o del Nuevo Testamento y un salmo. En la segunda parte, la celebración se centra en la preparación del pan y del vino, que se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el contexto de una gran oración de acción de gracias que el sacerdote que preside la celebración eleva a Dios. Esta segunda parte desemboca en el rito de la comunión, durante el cual aquellas personas en condiciones para recibir el sacramento comulgan con el Cuerpo de Cristo. Vamos a centrarnos hoy en la primera de estas dos partes.
Esos libros tienen una cualidad especial. Son libros escritos originalmente en idiomas humanos, por autores humanos, según el modo de escribir de cada época y lugar. Los libros del Antiguo Testamento están escritos la mayor parte en hebreo, varios en griego y unos pocos en arameo. Los libros del Nuevo Testamento fueron escritos en griego. Sus autores eran personas de fe, miembros de la comunidad judía los del Antiguo Testamento, miembros de la Iglesia los del Nuevo Testamento. Pero esos autores produjeron algo más grande que lo que ellos mismos pudieran hacer por sus propios recursos. Dios se apropió, por la acción del Espíritu Santo, de la capacidad y habilidad redactora de esos hombres, de modo que lo que produjeron fue palabra humana, ciertamente, pero también y, a la vez, Palabra de Dios. Esa acción de Dios sobre los autores de los libros de la Biblia se llama “inspiración”. Los libros son inspirados por el Espíritu Santo.
La Palabra de Dios, por supuesto, es en primer lugar el Hijo de Dios. En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios, dice el evangelista Juan al inicio de su evangelio. Pero esa Palabra se hizo carne. Jesucristo hecho hombre es la Palabra de Dios en existencia humana. Pero esa Palabra de Dios ya habló antiguamente, por obra del Espíritu Santo, en los profetas. En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo, enseña la carta a los hebreos en su primera frase. La Palabra de Dios, que es el Hijo de Dios, en cierto modo se hace también palabra humana para transmitirnos el mensaje de Dios, la Palabra de Dios hecha lenguaje. Por medio de la inspiración, los autores sagrados han producido los libros de la Biblia, que nos transmiten la Palabra de Dios. De todos esos libros, los evangelios son los más importantes, pues en ellos habla la misma Palabra de Dios, Jesucristo. Por eso su lectura está rodeada de ritos que destacan su importancia y santidad.
¿De dónde viene la costumbre de dar culto a Dios por medio de la lectura y escucha de los libros de la Biblia? Es una costumbre que la Iglesia cristiana heredó de la sinagoga judía. La primera lectura de hoy, tomada del libro de Nehemías, narró cómo fue la primera vez que la Ley de Dios fue leída en un contexto de culto. Esdras, el sacerdote, leyó, con la ayuda de traductores, desde un estrado los libros de la Ley, seguramente todos o algunos pasajes de los cinco primeros libros del Antiguo Testamento. Leía en hebreo y los traductores lo proclamaban en arameo para que la gente entendiera. La gente escuchaba y ponía en su corazón la Palabra de Dios. Pero el evangelio nos cuenta cómo Jesús mismo leyó, en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, un pasaje del libro del profeta Isaías y explicó que ese pasaje se cumplía en su persona, enviado para anunciar el año de gracia del Señor. A través de Jesús hemos heredado de los judíos la práctica de leer la Biblia como parte de la liturgia. Jesús resucitado abrió la mente de sus discípulos para que comprendieran todo lo que se refería a él en la ley, los profetas y los salmos (Lc 24,44). En la homilía, el sacerdote explica las lecturas para que todos conozcamos a Jesús, sus enseñanzas, e instruidos por sus palabras y salvados por sus obras lleguemos a la salvación.
Sin duda alguna, la lectura más importante en la misa es el evangelio. Un ministro ordenado es el encargado de leerlo; escuchamos la lectura de pie; en días más importantes es la única lectura honrada con incienso; a veces incluso se lee de un libro más ornamentado llamado evangeliario. Estos signos destacan su importancia. En ella nos habla Jesús mismo o se narran episodios relacionados con la vida de Jesús. En esa lectura, Jesucristo resucitado se hace presente en el ministro que lee y en las palabras que se pronuncian. De hecho, antes de la lectura aclamamos la presencia de Jesús hecho Palabra con el aleluya y, al concluir la lectura, el ministro que la leyó proclama: Palabra del Señor y todos respondemos: Gloria a ti, Señor Jesús. Pero al principio de la lectura mencionamos a un autor humano: es el evangelio según san Mateo, o san Marcos, o san Lucas o san Juan.
Las otras dos lecturas son también Palabra de Dios. Al principio de la proclamación el lector indica la procedencia del pasaje que se va a leer; usualmente indica el nombre del libro y su autor: lectura de la primera carta a los corintios del apóstol san Pablo o lectura del libro de Nehemías. San Pablo y Nehemías fueron hombres. Pero al final de la lectura se proclama: Palabra de Dios; y todos respondemos: Te alabamos, Señor.
Dos preguntas nos planteamos. ¿Qué tienen de especial esas lecturas y los libros de donde proceden? ¿Cuál es el origen de esta práctica de que una parte importante de los ritos con los que damos culto a Dios consista en leer esas lecturas tomadas de esos libros?
Esas lecturas tienen mucho de especial. Proceden de los libros que constituyen el libro sagrado: las Santas Escrituras, la Santa Biblia, la Palabra de Dios escrita. La Biblia es un conjunto de libros. Aquellos que se redactaron por judíos antes de la venida de Cristo constituyen los libros del Antiguo Testamento, es decir, los libros de la antigua alianza. Aquellos otros libros que se redactaron por cristianos después de la resurrección del Señor constituyen los libros del Nuevo Testamento, es decir, los libros de la nueva alianza. La palabra “testamento” en esos nombres significa “alianza”. No hay tiempo de explicarlo, así que créanme que Antiguo y Nuevo Testamento significan Antigua y Nueva Alianza.