Estoy a diez mil pies de altura, en un avión de vuelta a casa. Para ser alguien que le teme a volar, lo hago con bastante frecuencia. Y siempre, cuando salgo de casa y voy camino al aeropuerto, me embarga la misma pregunta: ¿Quién me manda salir de mi hogar, con lo bien que estoy ahí? Sin embargo, una vez que llego a mi destino, siempre disfruto enormemente la experiencia.
El pasado 19 de enero me embarqué en una nueva aventura aérea rumbo a Roma, para participar en el Encuentro de Comunicadores OAR, el Congreso de Profesionales de la Comunicación de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz y el Jubileo de los Comunicadores.
Mientras iba de camino, me quejaba del trabajo que dejaba pendiente y pensaba en todo el tiempo que “perdería”. Incluso, en medio de una turbulencia, llegué a arrepentirme de haber aceptado esta oportunidad. ¡Qué equivocado estaba!
Apenas llegué a Roma, me encontré con comunicadores maravillosos: algunos ya conocidos, otros verdaderos descubrimientos. Pero, sobre todo, me llené de esperanza.
Primero, pude compartir con mis hermanos de comunidad el regalo que significa comunicar el mensaje de los Agustinos Recoletos. Doy gracias a Dios por permitirnos encontrar en el camino a tantas personas que creen en nuestro proyecto como Familia Religiosa.
Después, conocer a tantos comunicadores, tanto en el congreso como en el jubileo, fue un verdadero regalo. Hombres y mujeres que viven con pasión y responsabilidad la labor de comunicar el mensaje más importante de todos:
¡Dios se ha hecho carne para habitar entre nosotros!
Al cruzar la Puerta Santa, experimenté un sentimiento de consolación. Comprendí que todo lo que hago en mi labor como comunicador no es por perseguir un ego personal ni por buscar mi propia gloria, sino por Él, que se entregó en la cruz por amor a mí. Y lo único que deseo comunicar es que Él nos amó primero.
También encontré la respuesta a la pregunta que siempre me hago al salir de casa rumbo al aeropuerto: Quien me envía es el Señor, que desea compartir su mensaje con el mundo a través de este pobre siervo y de tantos otros.
Durante estos días, me encontré con muchos comunicadores apasionados, cada uno una pepita de oro distinta: algunas más grandes, otras más acrisoladas, pero todas valiosas. Juntos, intentamos mostrar la corona de gloria de nuestro Señor.
Me quedo con las palabras de San Francisco de Sales: “Comunicar es cosa del corazón.”
Y, como todas las cosas del corazón, es necesario entrar en nuestro interior, y dejarnos moldear por el Señor. Solo así podremos encontrar oro y compartirlo con el mundo.