Una palabra amiga

La Presentación del Señor: un encuentro con la Salvación

La fiesta de la Presentación del Señor celebra que, desde su infancia, Cristo fue ya el enviado de Dios para salvar a la humanidad a través de la obediencia a Dios, su Padre. Para esclarecer el significado de esta celebración, es particularmente importante la segunda lectura de la carta a los Hebreos. En ella se nos explica que el Hijo de Dios se ha hecho de nuestra misma carne y sangre para poder compadecerse de nosotros, que vivíamos dominados por el demonio a través del temor ante el hecho de tener que morir.

Él asumió la condición humana, sujeta a la muerte, para vencer la muerte y otorgarnos así la salvación. En efecto, la muerte es el gran interrogante que se nos plantea a los humanos. Muchos procuran distraerse y entretenerse para no pensar en ella. Pero debemos tener la valentía de preguntarnos por el sentido de la vida: si en realidad la muerte es la aniquilación total y el fin de la existencia. Me impresiona el modo en que el autor de esa carta describe nuestra situación: somos los que, por temor a la muerte, vivíamos como esclavos toda la vida. Cristo, con su muerte, destruyó al diablo, que mediante la muerte dominaba a los hombres.

La pregunta en torno a la muerte se puede presentar de muchas maneras. Incluso se puede plantear como una pregunta sobre la vida. Hagamos el ejercicio: pongamos a un lado el hecho de que somos creyentes y tenemos esperanza en la vida eterna. Imaginemos que no tenemos a Dios ni lo conocemos. Nuestra vida comienza con el nacimiento y termina con la muerte; nada antes, nada después. Sin duda, se plantearán preguntas como: ¿Para qué nací? ¿Qué hago en este mundo? ¿Qué debo hacer, cómo debo vivir para que mi vida tenga sentido? Por supuesto, también nos podemos preguntar: ¿Para qué vivir si debo morir y, con la muerte, todo se acaba? ¿Para qué el esfuerzo de estudiar, trabajar, formar una familia, educar a los hijos, ser buen ciudadano, si todo acaba en la aniquilación? ¿Solo para dejar un buen recuerdo en la familia que sobrevive o en la comunidad? ¿Solo para tener la satisfacción de morir con la conciencia de haber vivido de modo constructivo? Eso sin duda es valioso, pero ¿es suficiente? ¿Qué valor tienen todas las obras buenas que hacemos si todas quedan como devaluadas por la aniquilación final?

Cristo se ha hecho uno de nosotros para compadecerse de nosotros.

Cristo ha padecido nuestra muerte para vencerla en sí mismo por su resurrección y compartir esa victoria con los que ponemos en él nuestra fe y nos unimos a él en la Iglesia por medio de los sacramentos. Y Cristo vino no solo para vencer nuestra muerte y abrir para nosotros horizontes de eternidad. Él vino también para cargar sobre sí mismo el pecado del mundo, nuestro propio pecado, y de ese modo habilitarnos para recibir gratuitamente el perdón de Dios, que sana y fortalece nuestra libertad para aprender a elegir siempre el bien que nos construye como personas y como sociedad. También eso declara la segunda lectura de hoy: Jesús tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo, a fin de llegar a ser sumo sacerdote, misericordioso con ellos y fiel en las relaciones que median entre Dios y los hombres, y expiar así los pecados del pueblo. Jesucristo realizó esta obra de salvación en actitud de obediencia y dedicación de sí mismo a Dios.

La presentación que José y María hicieron de su Hijo a los cuarenta días de nacido era un rito propio del primogénito varón. El primer hijo varón pertenece a Dios, según el pensamiento judío, y debe ser consagrado a él. El Hijo de Dios hecho hombre fue consagrado a Dios por sus padres y ese gesto tuvo un alcance mucho mayor del que ellos mismos pudieran atisbar. Esa presentación y consagración a Dios se expresó en la actitud de obediencia a Dios que orientó y guió toda la existencia terrenal del Hijo de Dios. Como dice el profeta Malaquías:

«De improviso entrará en el santuario el Señor, a quien ustedes buscan, el mensajero de la alianza a quien ustedes desean. Miren: ya va entrando, dice el Señor de los ejércitos. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados».

Los ancianos Simeón y Ana, que aguardaban la salvación de Israel y prácticamente vivían en los alrededores del templo de Jerusalén, buscaban y esperaban al Señor, y por gracia de Dios lo reconocieron. Esos dos ancianos representan no solo al pueblo de Israel, sino a toda la humanidad que espera y busca un salvador hasta que lo encuentra. Lo peor que nos puede pasar, por supuesto, es que digamos: «Yo no busco ni necesito de un salvador». Se nos aplicaría entonces aquella frase de Jesús: «Yo no he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores». No es que haya personas que no necesiten de un salvador. Todos necesitamos ser salvados de la muerte, del pecado y del sinsentido de la vida. Pero hay personas que creen que no necesitan ser salvadas, que piensan que no necesitan de Dios y pueden vivir sin él. Cristo no se impuso a esas personas. Las dejó pasar y se lamentó de que se excluyeran de manera tan lamentable de la salvación. Pero lo mejor que podemos hacer para nuestra propia felicidad y plenitud es reconocer nuestra indigencia, nuestra pobreza, nuestra postración, y agarrarnos a la mano tendida de Jesús, que nos levanta y nos guía.

Las palabras de Simeón a María, la madre de Jesús, expresan de modo contundente la misión de Jesús:

«Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo de contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones».

Ante Jesucristo hay que tomar una decisión: a favor, para el propio resurgimiento y salvación; o en contra, para nuestra propia ruina y perdición. Ante Jesús podemos pretender indiferencia, pero no podemos ser indiferentes. Jesucristo no es una opción más entre muchas otras; él es el Camino, la Verdad y la Vida. El que cree en él tendrá vida eterna; el que se excluye quedará en tinieblas. Renovemos nuestra fe en él y pongamos en él toda nuestra esperanza.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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