En el segundo domingo de Cuaresma, todos los años, la Iglesia nos invita a contemplar la escena de la transfiguración de Jesús. Se trata de un episodio que ocurre durante el tiempo de su vida mortal antes de su pasión y muerte, pero en el que se manifiesta con la gloria propia de su estado glorioso al que llegó a través de su resurrección. Curiosamente, en los evangelios, cuando se narran las apariciones de Jesús resucitado, en ninguna Jesús se manifiesta glorioso, radiante, ultramundano como en esta de la transfiguración. Solo en el libro del
Apocalipsis, al principio, el vidente que escribe el libro narra una manifestación de Jesús glorioso y divino que en algunos aspectos se asemeja a su aspecto en la transfiguración (Ap 1,13-16). Cuando Jesús resucitado se aparece a sus discípulos, no es su gloria, su esplendor, su majestad lo que caracteriza su presencia. A veces tiene el aspecto de un hombre desconocido o se hace presente sin pasar por puertas ni ventanas o muestra más bien algunos signos de su pasión, como las cicatrices de los clavos. Estos son rasgos extraordinarios, sin duda, pero no evocan la gloria y el esplendor de Dios. Quizá esto es así, porque el camino a la fe pasa por el discernimiento y la prueba; no por la evidencia. En esta escena de la transfiguración estamos ante un episodio del todo especial.
Se pueden hacer dos consideraciones. ¿Qué propósito pudo tener esa manifestación de Jesús para los tres discípulos que fueron testigos de ella? ¿Qué propósito tiene el relato de esa manifestación para nosotros los lectores del evangelio?
Creo que debemos prestar atención que solo tres de los doce discípulos o apóstoles de Jesús fueron testigos de la transfiguración. Son los mismos tres que lo acompañarán más de cerca en la oración de Getsemaní. Son los mismos tres que estarán con él cuando despierte a la niña que todos daban por muerta. Son los tres discípulos más cercanos a Jesús: Pedro, Santiago y Juan. Se queda por fuera un apóstol importante, Andrés, el hermano de Pedro, y por supuesto los ocho restantes. En el relato evangélico, inmediatamente antes de la narración de este episodio, Jesús declara y explica por primera vez a todos sus discípulos que sus días acabarán en rechazo, pasión y muerte violenta. Pedro acababa de reconocer que Jesús es el Mesías de Dios, y para que no se hicieran vanas imaginaciones de un Mesías con poder divino para establecer un reino temporal, Jesús les explica que sí, que es verdad que es el Mesías, pero que sus días mortales acabarán en fracaso y no en victoria arrolladora. Eso debió desconcertar a los discípulos. Entonces sucede la transfiguración, que ocurre solo ante el selecto grupo de los tres. Destaco tres facetas de la escena.
La manifestación ocurre en un monte, donde Jesús ha subido a orar. Solo san Lucas destaca esa faceta de la oración. Los tres discípulos están con él. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. Jesús demuda su aspecto para dejar ver la dimensión invisible de su identidad y de su futuro: él es divino, él resucitará. Luego, y este es el segundo aspecto, aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Estos son los dos grandes personajes del Antiguo Testamento, de quienes Dios se sirvió para establecer la fe de
Israel. Ellos representan la Ley y los Profetas. Y hablaban de la muerte que le esperaba a Jesús en Jerusalén. Los dos personajes rodeados de gloria y esplendor hablan del futuro trágico que esperaba a Jesús; el mismo futuro que Jesús había anunciado. La muerte de Jesús en la cruz no es un acontecimiento imprevisto, sino que es parte del designio de Dios anunciado en las Escrituras. Finalmente, el tercer aspecto es la manifestación del mismo Dios. Una nube envuelve a los tres personajes celestiales y a los tres discípulos atemorizados de verse parte de una manifestación divina. De la nube sale una voz que proclama la identidad de Jesús: «Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo». La voz corrobora tanto la identidad como el destino de Jesús. Dios no desmiente la conversación de Moisés y Elías; la confirma. Como dice la carta a los Hebreos: «Jesucristo, aunque era Hijo, aprendió la obediencia a través del sufrimiento» (Hb 5,8). Toda una lección de vida para nosotros, que creemos que porque somos creyentes todo nos debe salir como queremos y nos conviene.
En medio de la visión hay una intervención de Pedro en la que comenta que sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. El evangelista comenta que Pedro no sabía lo que decía. La propuesta de Pedro simplemente subraya lo extraordinario de la visión que corresponde al deseo humano de plenitud y divinidad. Han vislumbrado el cielo y quieren quedarse allí.
Pero respondamos a la segunda pregunta: ¿qué significa la escena para nosotros, los lectores del evangelio? La segunda lectura de hoy nos ayuda a articular una respuesta. Pablo censura a ciertos adversarios suyos que planteaban un evangelio judaizante. Hay muchos que viven como enemigos de la cruz de Cristo. Son enemigos de la cruz de Cristo quienes no ven en ella el camino de Dios, sino el fracaso del hombre. Son enemigos de la cruz de Cristo quienes no creen que Dios salve a través de acciones que parecen debilidad e insensatez a los ojos humanos (1 Cor 1,22-25). Son los que confían más en el poder humano, en la astucia humana, en la sabiduría humana.
San Pablo se refiere, en su tiempo, a aquellos cuyo dios es el vientre, es decir, a los judaizantes más atentos a las leyes dietéticas judías que al seguimiento de Cristo; se refiere a aquellos que se enorgullecen de lo que deberían avergonzarse, es decir, que presumen más de haberse sometido a la circuncisión judía siendo gentiles que de obedecer al evangelio; se refiere también a aquellos que solo piensan en cosas de la tierra, es decir, que son creyentes únicamente por los beneficios temporales que podrían obtener de esa condición.
En cambio, el cristiano debe pensar, ya desde ahora, que somos ciudadanos del cielo, para tener la mirada puesta en el destino trascendente que es la meta de nuestra vida. Esa es la utilidad del relato de la transfiguración para nosotros: allí tenemos la imagen de nuestro futuro. Del cielo esperamos a Jesucristo, que transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso semejante al suyo. La transfiguración de Jesús es modelo y figura también de nuestro propio destino. Pero ese destino lo alcanzarán quienes desde ahora planteamos nuestra vida en función de esa esperanza.
Mons. Mario Alberto Molina, OAR