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Cristo cargó con nuestros fracasos: el verdadero éxito de la vida

Mons. Mario Alberto Molina, nos ofrece este comentario para el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor. Con profundidad teológica y una mirada humana, nos ayuda a comprender por qué Cristo sufrió por nosotros y cómo, desde la cruz, nos enseña a vivir con sentido.

Domingo de Ramos: inicio del misterio pascual

El Domingo de Ramos marca el inicio de la Semana Santa que desemboca en el Domingo de Resurrección. Los dos domingos permiten conmemorar y celebrar el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento y origen de nuestra fe.

La liturgia del presente domingo tiene dos acentos. En la conmemoración de la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén y la bendición de las palmas (cuando se da), reconocemos y aclamamos a Jesucristo como nuestro salvador, como nuestro redentor, como nuestro rey y señor. Es el tono festivo. Pero en la misa, sobre todo a través de las lecturas que se nos proponen, recordamos y meditamos sobre la pasión y muerte de nuestro Señor. Es el acento sobrio.

¿Por qué tuvo que sufrir Jesús?

Una de las convicciones centrales de nuestra fe es que Cristo murió por nosotros, que él cargó con nuestros pecados, que sus heridas nos curaron. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo porque lo lleva sobre sus espaldas en la cruz. Él es nuestro salvador y redentor.

Pero muchos se preguntan por qué el Hijo de Dios tuvo que sufrir por nosotros. Quizá las dificultades procedan del hecho de que hemos perdido la capacidad de ver la gravedad del pecado humano y también del hecho de que nos resulta extraño que uno pueda cargar y hacerse responsable de las culpas de otro.

Éxito y fracaso: una clave desde la experiencia humana

Quizá sea útil poner ejemplos de nuestra experiencia secular, antes de plantear el problema en términos teológicos. Buscamos tener éxito en la vida. Si buscamos el éxito, eso significa que somos conscientes de que podemos fracasar en la vida.

Desde luego, el éxito se puede visualizar de muy diversas maneras. Uno puede tener éxito o fracasar en su proyecto de construir una familia. Tiene éxito quien logra formar una familia en donde los esposos permanecen unidos y se entienden hasta el final de sus días; donde es posible educar a varios hijos hasta que se integren en la sociedad y logren formar ellos también una familia. Pero sabemos que, por muchas razones, muchos matrimonios se disuelven; en otros casos, parece que los hijos no respondieron a la educación que se les dio. Se dice que esa pareja fracasó en su proyecto matrimonial.

Si nos enfocamos desde una perspectiva profesional, uno tiene éxito si logra posicionarse en el mundo laboral y profesional con prestigio y competencia, si logra trabajos bien remunerados que le permitan cierta solvencia de vida. Fracasa quien no lo logra por irresponsabilidad, negligencia o ineptitud.

La vida como proyecto: libertad, decisiones y construcción personal

Pero hagámonos la pregunta de manera englobante y general: ¿qué significa tener éxito o qué significa fracasar en la vida? Creo que se puede pensar que tiene éxito quien pueda decir al final de sus días: valió la pena, estoy contento con lo que hice y logré, no solo con mi familia y mi trabajo, sino conmigo mismo. Mi vida tiene sentido y estoy agradecido de que me dieran la oportunidad de vivir en este mundo.

Por otra parte, uno puede concebir —y quizá hasta conoce— personas que terminan su vida amargadas, que creen que todo les salió mal, que su vida fue una frustración, que nada tiene sentido y que uno vivió en balde, inútilmente. En un caso se puede hablar de éxito y en el otro de fracaso.

Un factor determinante de que uno llegue al término de sus días con uno u otro resultado es el empleo que hagamos de nuestra libertad: qué decisiones tomamos, qué responsabilidades asumimos, cómo actuamos en las condiciones que nos tocaron.

Nacemos con nuestra biografía en blanco; la construimos decisión tras decisión, acción tras acción. Podemos ser responsables o negligentes, tener una visión clara de qué queremos llegar a ser o no tener ninguna idea sobre quién somos o queremos ser. Nos pueden mover la envidia, el odio, el rencor, la violencia, la lujuria o la codicia para causar destrucción a los demás y arruinarnos de paso nosotros mismos también. O podemos actuar con responsabilidad y ética, con racionalidad y propósito para construirnos como personas.

El fracaso del pecado y la redención en la cruz

Dios quiere que tengamos éxito en la vida. Que podamos decir al final de nuestros días: “valió la pena”. Dios, que nos creó libres, quiere que nos construyamos como personas y como sociedad. Poder decir al final “valió la pena vivir” es como experimentar el cielo del lado de acá. En cambio, terminar los días con la conciencia de que nuestra vida fue un fracaso y frustración, que fue una inutilidad, es como el infierno del lado de acá.

Todos tenemos conciencia de que nuestra libertad es ambigua. De que junto a las buenas intenciones se mezclan las negligencias y las irresponsabilidades. De que es raro el éxito completo; de que es fácil dejarse llevar. Junto a la voluntad de hacer el bien se mezclan sentimientos de rencor y envidia. Nuestra libertad está enferma. Hemos causado daño en mayor o menor grado. Y no nos podemos rehabilitar por nosotros mismos.

Cristo lleva nuestras heridas y restaura nuestra libertad

En el sistema penitenciario, quien comete delito debe sufrir, por medio de multas o penas de prisión, parte del daño que causó a los demás y a la sociedad antes de rehabilitarse. Cuando hemos sido negligentes, transgresores de la ley moral en mayor o menor grado, irresponsables, puede llegar el momento de querer enderezar la vida y rehabilitarnos. Pero no podemos nosotros desactivar nuestro pasado con nuestras propias fuerzas.

Con el fin de desactivar ese pasado para cada uno de nosotros, Cristo se hizo uno de nosotros y cargó en la cruz con nuestras negligencias y fracasos, con nuestras envidias y rencores, con nuestras malas decisiones y con nuestros actos destructivos; con nuestro pecado.

Y como él asumió sobre sí la pena que nos correspondía, Dios sana nuestra libertad gratuitamente con su perdón y su gracia, para que nuestro pasado no sea una carga que hipoteque nuestro futuro y podamos construir nuestra vida según el éxito de Dios. Esa es nuestra salvación.

Sus heridas nos curaron. Soportó el castigo que nos regenera (Is 53,5). Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres.

Semana Santa: celebrar la plenitud del amor de Dios

Ese es el misterio de amor que contemplamos en la muerte de Cristo. Esa es la salvación que ofrece al que quiera entender su vida desde el amor de Dios que nos lleva a su plenitud, al éxito en Él. Por eso Cristo sufrió, por eso Dios se entregó a sí mismo en su Hijo para habilitarnos para recibir su perdón y salud, gracia y salvación.

Celebrar ese amor es el contenido de esta Semana Santa que cada año celebramos, porque cada año Dios, con su gracia y misericordia, nos sostiene, nos perdona y nos da plenitud.

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