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La cruz de Cristo, trono de misericordia

Mons. Mario Alberto Molina, O.A.R., arzobispo emérito de la Arquidiócesis de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán, nos ofrece esta profunda meditación para el Viernes Santo de la Pasión del Señor (18 de abril de 2025, Ciclo C). En este día de sobriedad agradecida, nos invita a contemplar la cruz como el trono de la redención y a Cristo como el Cordero que carga sobre sí el pecado del mundo.

Un día de recogimiento, gratitud y fe

Este es un día de sobriedad agradecida, de reflexión llena de fe, de oración generosa. El Hijo de Dios hecho hombre ha entregado su vida por nosotros y ha resucitado para vencer la muerte; la suya en primer lugar, y la de todos los que nos unimos a él por la fe y los sacramentos.

Esta liturgia ha comenzado con la adoración silenciosa con la que nos hemos presentado ante el Señor con humildad, suplicando para nosotros la salvación que Cristo nos ofrece desde la cruz. Nos hemos puesto de rodillas ante el asombro del Hijo de Dios que se humilla hasta la muerte, y una muerte de cruz. El amor tan grande que se ha manifestado con tanto sufrimiento y dolor nos conmueve e impresiona.

Jesús se entrega libremente en su pasión

El relato de la Pasión según san Juan tiene como hilo conductor la convicción de que todo lo acontecido es designio explícito de Dios. Jesús no es capturado por sorpresa ni vencido por las circunstancias. Sale al encuentro de quienes vienen a arrestarlo y se identifica diciendo: “Yo soy”. Al pronunciar esas palabras, sus perseguidores caen al suelo. Él no es víctima pasiva: es soberano en su pasión.

Cuando Pilato le recuerda su poder para liberarlo o condenarlo, Jesús le responde: “No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto”. Pilato y los demás actores del drama, sin saberlo, están cumpliendo un designio que los desborda.

En el momento final, solo cuando Jesús constata que todo está cumplido, inclina la cabeza y entrega su espíritu. Nadie le quita la vida: él la entrega. Así se cumple lo anunciado desde el inicio del Evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito…”.

La cruz, trono de redención y fuente de vida

Cristo entrega su vida en la cruz y se convierte en el Cordero que carga sobre sí el pecado del mundo. La cruz ya no es un suplicio, sino un trono. Cristo no cuelga como vencido, sino que reina desde ella con misericordia. No le quiebran los huesos, como a los corderos del sacrificio, pero lo traspasan con una lanza. De su costado brotan sangre y agua: signos sacramentales de la vida nueva que nos ofrece.

Isaías y el Siervo doliente: figura de Cristo crucificado

El profeta Isaías, en el oráculo del Siervo sufriente, describe con claridad el misterio que hoy celebramos. Este texto, leído como primera lectura, fue clave para que los primeros discípulos comprendieran el sentido de la pasión de Jesús:

“Él soportó nuestros sufrimientos, aguantó nuestros dolores… fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Por sus llagas hemos sido curados.”

La libertad herida necesita redención

Nuestra libertad está debilitada y enferma. San Pablo lo expresa así en la carta a los Romanos: “Quiero hacer el bien, pero es el mal el que me sale al encuentro… no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco”. Y exclama: “¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?”. La respuesta es clara: Jesucristo.

El que hace daño debe reparar. Pero, ¿cómo reparar el daño causado a Dios? El Hijo de Dios se hace hombre y asume sobre sí el sufrimiento humano, haciéndose portador de la reparación que no podíamos ofrecer. Así, nos capacita para recibir el perdón y la libertad sanada, para hacer el bien y alcanzar la vida eterna.

Cristo obediente hasta la muerte, salvador para siempre

Cristo, durante su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas con lágrimas. Fue escuchado, no porque evitara la muerte, sino porque fue rescatado de ella en la resurrección. “Aprendió a obedecer padeciendo” y se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

Por eso, la carta a los Hebreos nos invita: “Acerquémonos con plena confianza al trono de la gracia, para recibir misericordia, hallar la gracia y obtener ayuda en el momento oportuno”.

La oración universal: intercesión por toda la humanidad

La liturgia continúa con la oración universal. Si Cristo murió por todos, debemos orar por todos: creyentes y no creyentes, cercanos y lejanos. La Iglesia ora para que la salvación alcanzada por Cristo llegue a todos mediante el anuncio del Evangelio, el testimonio de los fieles y la acción del Espíritu.

“Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,3-4).

Adoración de la cruz: rendidos ante el Crucificado

El rito central de este día es la adoración de Cristo crucificado. Aunque hablamos de “adoración de la cruz”, no adoramos el madero, sino a Cristo representado en ella. A él dirigimos nuestra gratitud, nuestra fe y nuestra devoción.

Comunión en su muerte, esperanza de resurrección

Finalmente, en la comunión con su Cuerpo sacramentado, nos unimos a Cristo para participar de su muerte y recibir el alimento de la vida eterna. Ese Cuerpo entregado es semilla de resurrección para nosotros, los creyentes.

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