El 1 de mayo, en la festividad de San José Obrero, celebramos el Día del Trabajo. Con este motivo, hacemos una reflexión sobre la importancia y el valor del trabajo humano, también en la vida religiosa. El trabajo es un don de Dios, y para realizarse plenamente, la persona necesita un empleo digno, justamente remunerado y, sobre todo, realizado con amor.
Desde el primer capítulo de la Biblia, se nos presenta a Dios como un trabajador: durante seis días crea el mundo y “el séptimo descansó”. Esto significa que nos ha encomendado la tarea de trabajar para mejorar el mundo, obtener nuestro sustento y aprender también a descansar. Debemos dedicar más tiempo al trabajo que al descanso, pero este último nos enseña a no absolutizar la actividad y a reservar momentos para estar con Dios, con la familia, con los hermanos y los amigos.
Justicia y responsabilidad en el trabajo
La dimensión moral del trabajo nos lleva a recordar el séptimo mandamiento: “No robarás” (Mt 19,18), que prohíbe tomar o retener lo ajeno. ¡Cuánta tristeza provoca ver que, noche tras noche, los noticieros muestran robos en diversos lugares de Lima y del Perú! La población está harta de la delincuencia, y aunque no es correcto, no resulta extraño que algunos se tomen la justicia por su mano, cansados de la impunidad.
Toda forma de apropiarse o retener injustamente bienes ajenos es contraria a este mandamiento: conservar deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudar en el comercio, pagar salarios injustos, o especular con los precios aprovechándose de la necesidad o ignorancia de los demás.
Amar el trabajo, ofrecerlo a Dios
No debemos ver el trabajo como castigo, opresión o mero medio para ganar dinero. Es el camino por el cual colaboramos con Dios en la obra de la creación. A través de él, ofrecemos nuestra vida al Señor y servimos a la humanidad. Aunque socialmente se valoren más ciertos oficios que otros, todo trabajo honrado es digno: ya sea el del barrendero, el mecánico o el catedrático.
El trabajo es una oportunidad para desarrollar la propia personalidad y, muchas veces, el único medio para sostener a una familia. ¡Qué triste es ver a quienes sólo esperan el fin de mes para cobrar, porque detestan su trabajo! El trabajo hay que realizarlo con buena disposición y, siempre que se pueda, con alegría.
La obra bien hecha es la que se realiza con amor. Valorar la propia profesión u oficio es el primer paso para dignificarlo y elevarlo al plano espiritual. San José nos enseña a amar ese trabajo cotidiano, en el hogar, en la oficina, en el campo o en la calle. El trabajo humano procede de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para beneficio mutuo, su obra creadora. San Pablo lo expresa con claridad: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Ts 3,10).
El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Soportando su peso en unión con Jesús —el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario—, colaboramos, en cierto modo, con el Hijo de Dios en su obra redentora.
Salario justo y compromiso social
Cada persona debe poder obtener del trabajo los medios para vivir dignamente con su familia y prestar servicio a la comunidad. El salario justo es el fruto legítimo del trabajo. Negarlo o retenerlo constituye una grave injusticia (St 5,4). Para determinar una remuneración adecuada deben considerarse tanto las necesidades como las aportaciones de cada trabajador.
El Concilio Vaticano II afirma:
“El trabajo debe ser remunerado de tal modo que se den al hombre posibilidades de que él y los suyos vivan dignamente su vida material, social, cultural y espiritual, teniendo en cuenta la tarea y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común” (GS 67,2).
También es injusto evadir las obligaciones con la seguridad social. En muchos casos, se evita entregar facturas para no pagar el IGV (Impuesto General a las Ventas), pero esta práctica priva al Estado de recursos fundamentales para construir hospitales, escuelas e infraestructuras. La evasión fiscal es una forma de robo social.
El ocio santo del religioso
Según lo dicho, el religioso agustino recoleto trabajará siempre, hasta la muerte. Con la jubilación podrá dejar ciertos oficios porque ya no tiene fuerzas o preparación, pero seguirá activo en otras tareas al servicio de la comunidad o de los fieles. Irá dejando poco a poco las ocupaciones materiales (negotium iustum) para dedicarse más al descanso contemplativo (otium sanctum), siguiendo el ejemplo de san Agustín.
Trabajar por amor, servir con alegría
Nuestro trabajo, además de asegurar el sustento familiar, nos permite ayudar a los pobres. Como dijo Jesús: “A quien te pide, da; al que desea que le prestes algo, no le vuelvas la espalda” (Mt 5,42). Cristo reconocerá a sus elegidos por lo que hayan hecho por los más necesitados.
Presentemos a Dios nuestro corazón y nuestro esfuerzo. San Agustín lo expresa así:
“Presentemos todos nuestro corazón a Dios para que lo vea, y realicemos el trabajo con ilusión. No ofendamos a quien nos contrata, para recibir con la frente alta la recompensa” (S 49,2).
Y también:
“De ninguna manera es fatigoso el trabajo de los que aman, sino que deleita, como acontece a los que cazan, ponen redes, pescan, vendimian, negocian o se deleitan en cualesquiera juegos. Interesa, pues, mucho lo que se ha de amar. Porque en lo que se ama, o no se trabaja, o se ama el trabajo” (BV 21,26).
Que cada uno, desde su puesto de trabajo, sea testigo del amor de Dios y sembrador de esperanza en un mundo que tanto necesita del esfuerzo honrado, la justicia social y la entrega generosa. Trabajar con amor y alegría es una forma concreta de santidad cotidiana. Que san José Obrero interceda por todos los trabajadores del mundo.
Ángel Herrán, OAR