Mons. Mario Alberto Molina, O.A.R., arzobispo emérito de la Arquidiócesis de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán, nos introduce en el VI Domingo de Pascua recordándonos que el Evangelio no es patrimonio de un pueblo, sino don para todos. Con claridad pastoral y profundidad teológica, nos invita a vivir como templos vivos de la Trinidad y a custodiar la paz que solo Cristo puede dar.
La salvación es para todos: el Evangelio rompe fronteras
La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos traslada a uno de los primeros conflictos pastorales de la Iglesia: ¿los no judíos pueden seguir a Cristo sin hacerse primero judíos? Pablo y Bernabé, tras experimentar una fuerte acogida del Evangelio entre los gentiles, se enfrentan con esta cuestión al volver a Antioquía.
La respuesta definitiva de los apóstoles en Jerusalén es clara: la salvación en Cristo no está condicionada por la pertenencia a una etnia o tradición ritual, sino por la conversión del corazón, la fe y una vida conforme a la voluntad de Dios. Desde entonces, el Evangelio comenzó su expansión universal. Como dice el salmo: “Que te alaben, Señor, todos los pueblos”.
La ciudad santa: Iglesia abierta a todos los pueblos
La segunda lectura, tomada del Apocalipsis, presenta la imagen de la nueva Jerusalén: una ciudad que desciende del cielo y se ofrece como morada de Dios con los hombres. La Iglesia, símbolo de esta ciudad, es una comunidad fortificada por la fe apostólica, pero con puertas abiertas a todos los pueblos.
Doce puertas orientadas en todas direcciones expresan que nadie está excluido del Reino, y que la santidad de Dios no se impone, sino que se ofrece a través de la gracia, los sacramentos y la vida en comunión.
Morada de la Trinidad: la espiritualidad cristiana
En el Evangelio, Jesús revela la esencia más profunda de la vida cristiana:
“El que me ama cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará, y haremos en él nuestra morada”.
Aquí se expresa la vida cristiana como espacio de inhabitación trinitaria. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no solo son objeto de nuestra adoración, sino fuente y centro de nuestra existencia. Vivimos en Dios y Dios vive en nosotros.
Gracias al Espíritu Santo, somos configurados con Cristo: nuestras decisiones, nuestras acciones y nuestra manera de vivir deben reflejar la imagen de Aquel que nos ha redimido. Como enseña san Pablo, se trata de “revestirse del hombre nuevo”, renovado a imagen de su Creador.
La paz de Cristo: don que transforma
Jesús concluye con una promesa:
“La paz les dejo, mi paz les doy”.
No se trata de una paz superficial o emocional, sino de la paz que es fruto de la redención. Esta es la paz que el sacerdote invoca antes de la comunión. No es un gesto social, sino una súplica ritual y espiritual: que el Señor tenga misericordia y nos conceda su salvación.