El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 2 de junio
La ascensión de Jesús al cielo es parte esencial del misterio pascual. La ascensión tiene dos significados. Según el primer significado, la ascensión destaca el aspecto de glorificación de la pascua de Jesús. Es decir, Jesús al resucitar comenzó a vivir una vida de participación en la gloria de Dios. Volvió a la gloria de la que se había despojado al encarnarse, solo que ahora recupera la gloria también en su condición humana. La resurrección de Jesús no fue como la de Lázaro, o la del hijo de aquella viuda de Naim, o la hija de aquel jefe de la sinagoga llamado Jairo. Cuando Jesús resucitó a estas personas, ellas volvieron a esta vida, a su vida de antes, vivieron unos años más y después murieron definitivamente. La resurrección de Jesús no fue así. Él no volvió a esta vida, a su vida de antes de morir. El recuperó la vida, pero una vida nueva, una vida de gloria, que nunca antes había experimentado en su condición humana. Salió de la tumba a la gloria. Jesús ascendió al cielo el día que salió de la tumba. Cuando Jesús se aparece a María Magdalena, según el relato del evangelista san Juan, le pide que no lo retenga, pues todavía debe subir al Padre, el mismo día de la resurrección. Y cuando Jesús se aparece a los Once, según el evangelista san Mateo, declara que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Quien así habla es Jesús resucitado y glorificado. En el evangelio según san Lucas, el que hemos leído hoy, Jesús sube al cielo el mismo día de la resurrección. El día de la resurrección, Jesús se muestra a sus discípulos, les da instrucciones, luego sale con ellos fuera de la ciudad, y cerca de Betania asciende al cielo.
Pero la ascensión tiene otro significado. San Lucas, al comienzo del libro de los Hechos, hace un resumen del contenido de su primer libro, el evangelio, y dice que allí relató todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que habiendo instruido a sus apóstoles por medio del Espíritu Santo fue elevado al cielo. Pero a continuación dice que, durante cuarenta días, ese Jesús que había subido al cielo se apareció a sus discípulos dándoles pruebas de que estaba vivo y hablándoles del Reino de Dios. Pero a los cuarenta días, tuvo lugar su última aparición. Sus apóstoles lo vieron subir al cielo y dos hombres vestidos de blanco les dijeron: Galileos, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo volverá como lo han visto alejarse. La ascensión, situada cuarenta días después de la resurrección por san Lucas, indica el fin de las apariciones del resucitado. De ahora en adelante, Jesús se hará presente en la Iglesia, no como una aparición, sino por el don del Espíritu Santo. De los dos significados de la ascensión, sin duda el más importante es el primero. Los apóstoles recurrieron al salmo 110 para expresar lo ocurrido. Jesús al resucitar se sentó a la derecha de Dios en el cielo, para compartir la soberanía del Padre y disponer todas las cosas para la salvación de los hombres.
Pero el autor de la carta a los Hebreos recurrió a otro pasaje del Antiguo Testamento para desentrañar el significado salvífico de la resurrección y ascensión de Jesús. Él se sirve del capítulo 16 del libro del Levítico donde se describe el ritual que debía cumplir el sumo sacerdote del Templo de Jerusalén, una vez al año, el día de la expiación, para impetrar el perdón de sus propios pecados y los del pueblo. Ese ritual se repetía año tras año, pues no solo el sumo sacerdote y el pueblo volvían a pecar, sino que en realidad el ritual no pasaba de ser una súplica de perdón que debía ser reiterada año con año, hasta que llegara quien pudiera otorgar definitivamente el perdón de una vez por todas. Ese fue Jesús. Según el ritual del Levítico, el sumo sacerdote debía primero sacrificar un novillo por su propio pecado y luego un macho de cabra por el pecado del pueblo. Y con la sangre de esos animales en unas vasijas entraba a los más sagrado del Templo, al recinto más reservado, donde estaba el arca de la alianza, para rociar con la sangre que llevaba en las manos la parte superior del arca, el propiciatorio. Así se pedía y se obtenía el perdón.
Cristo hizo algo parecido, pero no en el templo de Jerusalén, sino en el cielo. Jesús murió en la cruz aquí en la tierra. Ese fue el sacrificio de su vida, mucho mejor y valioso que el sacrificio de un novillo o un macho de cabra. Pero, así como el sumo sacerdote entraba en el recinto más sagrado del templo, así Cristo subió al cielo hasta el mismo Dios, y llevando como quien dice en sus propias manos el testimonio de su sangre derramada, entró hasta el lugar donde está Dios para abrir para sí y para nosotros el camino hasta Él y obtener así el perdón definitivo de los pecados. Cristo no tuvo que ofrecerse una y otra vez a sí mismo en sacrificio, porque en tal caso habría tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. De hecho, él se manifestó una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. En virtud de la sangre de Jesucristo, tenemos la seguridad de poder entrar en el santuario, porque él nos abrió un camino nuevo y viviente a través del velo, que es su propio cuerpo. La ascensión de Cristo manifiesta así su significado salvador. En su ascensión nos lleva a nosotros que estamos unidos a él; en su ascensión obtiene para nosotros el acceso a Dios y con ello el perdón de los pecados que nos mantenían ajenos a Dios. La ascensión de Cristo es nuestra santificación.
Pero la ascensión de Cristo no es la conclusión de su obra. Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo volverá como lo han visto alejarse, explican los dos hombres a los apóstoles. La ascensión de Cristo abre el tiempo de la evangelización, el tiempo de la expansión del reino de Dios en la tierra. La ascensión de Cristo abre el tiempo de la Iglesia hasta que él vuelva. Entonces alcanzaremos la plenitud. Entonces se realizará lo que está prefigurado en la ascensión del Señor. Entonces entraremos con él en la gloria para participar para siempre de la gloria sin fin y de la vida eterna. Acerquémonos, pues, con sinceridad de corazón, con una fe total, limpia la conciencia de toda mancha y purificado el cuerpo por el agua saludable. Mantengámonos inconmovibles en la profesión de nuestra esperanza, porque el que nos hizo las promesas es fiel a su palabra.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)