En este artículo, el agustino recoleto Antonio Carrón reflexiona sobre la relación del cristiano con Dios y su forma de darlo a conocer.
Cuenta una historia que se reunió durante algunos días un grupo de teólogos para abordar cuestiones profundas sobre la Fe, la Tradición, la Sagrada Escritura, Teología dogmática, Escatología, Sacramentología, Espiritualidad, etc. Era una oportunidad muy buena para compartir todas sus recientes investigaciones y seguir profundizando sobre los grandes debates de la Teología. En un momento dado, uno de los asistentes se percató de que había una persona en un lugar apartado de la sala donde se celebraba la reunión. Estaba sola y parecía triste. Se acercó y le preguntó quién era y por qué estaba allí sin unirse al grupo. La persona le respondió: “Soy Jesús. Estoy aquí desde el inicio de vuestra reunión. Y estoy triste porque todo el mundo está hablando sobre mí, pero nadie se ha acercado a hablar conmigo.” Pues esto es lo que, a veces, nos puede pasar…
Si no hablamos con Dios será difícil hablar de Dios, o lo haremos de forma muy superficial, como de un desconocido. Ciertamente, de Dios se puede hablar con generalidades, con cosas que hemos escuchado sobre él, podemos decir que no creemos en Él, que nos parece una cosa u otra… pero, verdaderamente, si no hemos tenido una experiencia de diálogo personal con Dios, si no nos hemos sentido tocados por Él de algún modo, no vamos a poder hablar, propiamente de Él. Hablar de Jesús no es hablar de una ética, o de un ejemplo de vida, o de unas enseñanzas, sino que es hablar de una experiencia de relación personal, que se manifiesta en la oración, en la lectura de la Palabra de Dios y en el compartir con los demás.
Muchas veces escuchamos a personas que dicen que no sienten la presencia de Dios, que Dios no les habla, que Dios no les escucha. Y en esas circunstancias habría que preguntarse, ¿cómo es mi relación con Dios? ¿Cuánto tiempo de mi vida le dedico? Pensemos en una relación con un amigo, con un familiar o con una pareja. ¿Qué ocurre si no cuidamos esa relación, si no le dedicamos atención, tiempo, detalles para que no se deteriore? Seguramente, habremos experimentado que grandes amigos de la infancia, con quienes compartíamos la mayoría del tiempo cuando éramos niños, pasado un tiempo, se han convertido en un recuerdo casi anónimo para nosotros, sin apenas presencia en nuestras vidas. Con Dios puede pasar lo mismo: nuestra relación con Él puede circunscribirse a esa ‘amistad’ que tuvimos de niños, una espiritualidad infantil que, con el paso del tiempo, se ha enfriado. Y lo que ha podido ocurrir es que hemos seguido manteniendo unas prácticas ‘por costumbre’ (preceptos, celebraciones, tradiciones) pero que, sin esa relación personal, quedan vacías de sentido. Como mucho, podremos hablar ‘de memoria’ sobre lo que un día vivimos, o de lo que hemos leído o escuchado a otros, pero no de algo que seguimos experimentando en la actualidad personalmente. De ese modo, la fe se convierte en algo accesorio, en algo de quita y pon, en algo a lo que acudimos en momentos de dificultad -como si de una superstición se tratara-, en algo que, realmente, no da un sentido a mi vida. Pero es que hemos descuidado lo fundamental de todo: nuestra relación personal con Dios.
En el libro X del De Trinitate san Agustín nos recuerda que ‘no se ama lo que no se conoce y no se conoce lo que no se ama’. La fe es un don que Dios concede, pero Dios no actúa sin nuestro consentimiento. Como también dirá san Agustín: ‘Dios, que te creó sin ti, no podrá salvarte sin ti’ (Sermón 169, 13). Dios cuenta con nosotros y, como decía esa historia del inicio, Jesucristo puede estar cerca, sentado, escuchando que hablamos sobre Él, esperando que nos acerquemos a hablar con Él.