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Con Cristo y para Cristo

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 29 de junio.

Hace quince días que celebramos Pentecostés.  Al día siguiente regresamos al llamado “tiempo ordinario” del calendario litúrgico.  Pero en los dos domingos sucesivos celebramos las solemnidades de la Santísima Trinidad y del Cuerpo y la Sangre de Cristo.  Es hasta este domingo que volvemos a la liturgia dominical ordinaria.  Reanudamos así la lectura de pasajes escogidos del evangelio según san Mateo.  Nos ha tocado escuchar hoy el pasaje de Mateo 10, 26-33.  Consta de tres sentencias de Jesús que apuntan a dimensiones fundamentales de la vida cristiana.  El hilo conductor, el tema de fondo es la confianza que debemos tener en nuestro Padre Dios ante las adversidades que se nos vienen encima, cuando vivimos como seguidores de Jesús.  La primera frase propone la enseñanza de fondo:  No teman a los hombres.  De hecho, como vamos a ver, la invitación a no tener miedo se repite varias veces a lo largo del pasaje.  No hay que tener miedo a la amenaza que surge del poder humano, porque de modo secreto nos protege el poder superior de Dios.  Pero la protección que Dios ofrece no consiste en hacernos inmunes al daño que nos causa el poder humano, sino en garantizarnos que el poder humano no será capaz de frustrar el futuro que Dios prepara para nosotros.

La primera sentencia de Jesús se refiere a la predicación, a la exposición de la enseñanza evangélica.  Lo que les digo de noche, repítanlo en pleno día, y lo que les digo al oído, pregónenlo desde las azoteas.  Esta es una invitación a proclamar claramente el mensaje de Jesús, la enseñanza del Evangelio, el anuncio de salvación.  En todas las épocas ese mensaje ha resultado incómodo para algún sector de la sociedad; o ha sido contrario a tendencias culturales.  Hoy tropezamos con un mundo que ignora a Dios, porque lo considera una amenaza a la libertad del hombre.  El solo hecho de querer que Dios tenga espacio social es ya en algunos lugares un acto que requiere valentía.  Tomar en cuenta a Dios nos obliga a que tomemos en serio la realidad del mundo visible e invisible y la realidad de nuestro destino trascendente.  El mundo es creado por Dios y tiene una estructura de donde emana su sentido.  El mundo creado y nosotros mismos somos realidades dotadas de forma y estructuras que nos dan identidad y de donde surgen los criterios para determinar la calidad ética de la conducta humana.  Pero vivimos en una cultura que tiende a divinizar la naturaleza en un ecologismo extremo, que considera al hombre casi como un intruso que amenaza el cosmos y no como la criatura imagen de Dios que debe cuidar pero que también debe servirse de la creación para su vida en este mundo.  Se niega la naturaleza de la sexualidad humana definida desde la estructura del cuerpo, para definir la identidad de género desde una opción mental que ignora la realidad corporal.  Hoy día el contraste principal entre el mensaje evangélico y la cultura se dan en estos campos.  Pero hay que anunciar el evangelio sin temor, aunque choquemos con otros modos alternativos y falsos de pensar.

La segunda exhortación de Jesús se refiere al destino trascendente del hombre.  No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.  Teman más bien a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo.  Lo que Jesús quiere decir es esto:  No tengan miedo a los que pueden acabar con la vida temporal que tienen ahora; más bien tengan en cuenta y respeten a aquel ante quien se dirime el sentido de la existencia personal ahora y para siempre.  Estas son palabras de aliento ante la posibilidad de la persecución y el martirio.  Para ilustrar esta sentencia de Jesús se ha elegido la primera lectura de hoy, que muestra la actitud del profeta Jeremías ante sus adversarios.  Ellos traman quitarle la vida, sacarlo de en medio.  Sin embargo, Jeremías pone su confianza en Dios:  Señor de los ejércitos, que pones a prueba al justo y conoces los más profundo de los corazones, haz que yo vea tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa.

La idea de que vivimos ahora en función de la vida con Dios para siempre no goza de simpatía y aceptación, a veces incluso entre los que se dicen creyentes.  La idea de que se pueden hacer sacrificios y aceptar privaciones en función de una vida centrada en Dios resulta cada vez más ajena a la cultura en que vivimos.  La idea de que en caso extremo hay que estar dispuesto a sacrificar esta vida para permanecer fiel a Dios parece de otra época.  Hoy los mártires aceptables, incluso entre creyentes, son los que sacrifican la vida por una causa humana, llámense defensa de derechos humanos, promoción de los más desvalidos en la sociedad, defensa de libertades civiles.  Pero estar dispuestos a morir por Jesús o el Evangelio, resulta a muchos al menos excéntrico.  Pero eso es lo que pide Jesús.

A esto se refiere la sentencia final:  A quien me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré ante mi Padre, que está en los cielos; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre, que está en los cielos.  Es posible el logro o fracaso total en la vida, y según la enseñanza de Jesús uno y otro dependen de la acogida o el rechazo de su persona.  Los criterios para conocer una vida exitosa, lograda, en nuestra cultura son estos:  la adquisición una cierta solvencia económica, el disfrute de reconocimiento y prestigio social, aunque sea modesto, el éxito profesional y si es posible, en algunos ámbitos, también es admirable la formación de una familia estable y el logro profesional de los hijos.  Jesús dice que eso no basta.  La señal de éxito ante Dios es la de haber vivido con Cristo y para Cristo ante Dios, pues el verdadero éxito y logro en la vida es alcanzar la superación de la muerte para estar con Dios siempre.

¡Cuánto cuestiona Jesús nuestro modo de pensar y valorar las cosas!  En todas estas palabras late la idea de que es posible arruinar la propia vida y que acabe en fracaso ante Dios.  No se trata de que Dios arbitrariamente condene a alguien al fracaso eterno; sino que por las opciones de vida que uno hace, uno mismo se sustrae al poder salvador de Dios.  Dios condena al fracaso cuando, por nuestras opciones de vida aquí y ahora, nos ponemos voluntariamente fuera de su alcance salvador.  De allí la invocación del salmo responsorial, con la que la Iglesia nos enseña a comenzar nuestra oración:  Dios mío ven en mi auxilio, Señor date prisa en socorrerme, ahora y para siempre.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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