Entonces, tras asegurar el porvenir de sus hijos, Elena decidió entregarse totalmente al Señor, profesando en la orden como agustina secular y empleando su tiempo, sus energías y sus bienes materiales en obras de caridad. Dedicaba largas horas a la oración, de modo especial en la iglesia agustina de Santa Lucía, de cuyo adorno se ocupaba. También gustaba de leer y meditar el Evangelio. Amó de corazón a la Orden y profesó siempre una obediencia ejemplar a sus superiores. Durante los tres últimos años de su vida soportó con paciencia admirable una enfermedad muy dolorosa.
Sus restos se conservan en la catedral de Údine, donde tiene fama de taumaturga. Pío IX confirmó su culto en 1848.
Rasgos salientes de su espiritualidad fueron el espíritu de penitencia, la humildad, la devoción a la pasión de Cristo, el amor a la Eucaristía y la entrega al servicio del prójimo.