Clara se comportó siempre de modo ejemplar. Fue severa consigo misma y con sus hermanas, especialmente en todo lo relativo a la vida común, tan urgida por la regla de san Agustín. Recomendaba vivamente el espíritu de sacrificio, el trabajo manual y la ascesis personal como bases de toda vida espiritual sólida. Tuvo los dones de la ciencia infusa y del discernimiento, y defendió con ardor la ortodoxia contra insidiosas desviaciones doctrinales. Fue consejera espiritual de personas influyentes en la sociedad y en la Iglesia de su tiempo.
Su espiritualidad gira toda ella en torno a la meditación de la Pasión de Cristo y a la devoción a la Cruz. Los últimos días de su vida repetía que llevaba la Cruz de Cristo impresa en su corazón. A su muerte las hermanas, deseosas de comprobar el valor y significado de sus palabras, le extrajeron el corazón, encontrando impresas en él las insignias de la Pasión del Señor.
Su cuerpo se venera en la iglesia de las monjas agustinas de Montefalco