El Papa Francisco ha convocado este Mes Misionero Extraordinario, coincidiendo con el centenario de la carta apostólica Maximum Illud. En este artículo, el agustino recoleto Bruno D’Andrea analiza los objetivos de este Mes Misionero Extraordinario y cómo vivirlo.
Durante este mes la Iglesia vive un tiempo dedicado a la misión y a las misiones. ¿Por qué? Porque el Papa Francisco, aprovechando la oportunidad que le ofrece la celebración del centenario de la promulgación de la carta apostólica Maximum illud de Benedicto XV (30 de noviembre de 1919), cuya importancia para la historia de las misiones es incuestionable, decidió convocar un mes extraordinario misionero.
Ahora bien, ¿quién fue Benedicto XV? Fue el Papa que debió afrontar el grave problema de la primera guerra mundial. Pero su pontificado es recordado, sobre todo, por el impulso que supo dar a la misión ad gentes, es decir, a la evangelización en lugares donde el nombre de Jesús y su mensaje no son conocidos. Quizá lo más significativo de su propuesta fue el provocar un cambio de paradigma en la manera de entender las misiones, ya que el estilo misionero nacionalista y colonialista había entrado en crisis. Con su carta apostólica Maximum illud superaba dicho estilo y subrayaba la catolicidad de la Iglesia como elemento fundamental de su ser y su misión en el mundo.
El Papa Francisco en este año 2019, al hacer memoria de todo esto en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones, nos invita a recordar que todos somos bautizados y enviados a la misión. Se trata de “volver a encontrar el sentido misionero de nuestra adhesión de fe a Jesucristo, fe que hemos recibido gratuitamente como un don en el bautismo”. Con dicha invitación clara, quisiera destacar algunos puntos de su reflexión que pueden servirnos hoy de incentivo durante este mes misionero.
En primer lugar, destacaría el sentido de pertenencia filial que nos recuerda que nuestra misión radica en la paternidad de Dios y la maternidad de la Iglesia: “Somos hijos de nuestros padres naturales, pero en el bautismo se nos da la paternidad originaria y la maternidad verdadera: no puede tener a Dios como padre quien no tiene a la Iglesia como madre (cf. San Cipriano, La unidad de la Iglesia católica, 4)”. Esta cita explícita de san Cipriano de Cartago es un pensamiento que Agustín aprendió de este gran obispo africano y que no se cansó de repetir a sus fieles en sus sermones. El bautismo -como sacramento de la Iglesia Madre que nos introduce en la vida filial- es el motivo fundante de nuestro ser misionero: se trata de un don que queremos compartir.
En segundo lugar, diría una palabra acerca del contexto descrito por el Papa en estos términos: “El secularismo creciente, cuando se hace rechazo positivo y cultural de la activa paternidad de Dios en nuestra historia, impide toda auténtica fraternidad universal, que se expresa en el respeto recíproco de la vida de cada uno. Sin el Dios de Jesucristo, toda diferencia se reduce a una amenaza infernal haciendo imposible cualquier acogida fraterna y la unidad fecunda del género humano”. No nos encontramos siempre en un terreno o campo de acción neutral, las misiones se desarrollan en contextos difíciles, complejos. Es esto lo que experimentaron en carne propia los misioneros de todos los tiempos. El anuncio del Evangelio conlleva esfuerzos, sacrificios, resistencias, pero también la conciencia de que se realiza con él la vocación de la Iglesia. Por eso afirma el Papa con contundencia: “La missio ad gentes, siempre necesaria en la Iglesia, contribuye así de manera fundamental al proceso de conversión permanente de todos los cristianos. La fe en la pascua de Jesús, el envío eclesial bautismal, la salida geográfica y cultural de sí y del propio hogar, la necesidad de salvación del pecado y la liberación del mal personal y social exigen que la misión llegue hasta los últimos rincones de la tierra”.
Aprovechemos este mes para rezar más por las misiones y los misioneros, para aportar con nuestra ayuda espiritual y material a sus proyectos y, sobre todo, para ver cómo, dónde y cuándo podemos ser nosotros mismos una misión en medio de nuestra gente: “Yo soy siempre una misión; tú eres siempre una misión; todo bautizado y bautizada es una misión. Quien ama se pone en movimiento, sale de sí mismo, es atraído y atrae, se da al otro y teje relaciones que generan vida”.
Por último, sería muy bueno preguntarnos sobre nuestras misiones: ¿Conocemos dónde desarrolla el apostolado misionero la Orden de Agustinos Recoletos? ¿Cómo podemos ayudar y acompañar a nuestros misioneros?