En el décimo artículo de Formación Permanente 2019, el profesor Ernesto J. Brotons aborda el significado de la comunión desde la koinonía trinitaria, como fundamento de la comunión interpersonal y social.
Introducción
Si hubo un momento en el que la reflexión trinitaria giró en torno al ser y la esencia divinos, hoy lo hace en torno a dos categorías de corte mucho más bíblico y existencial: «amor» y «comunión». Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es amor (cf. 1Jn 4,8), amor recíproco, comunión de amor, misterio exuberante de comunión y de vida que nos alcanza y nos «provoca» a la comunión con Él. En esta comprensión de Dios, en este «monoteísmo trinitario», radica lo específicamente cristiano
No ha sido ajeno a este giro el retorno a las fuentes fraguado en la reflexión teológica durante el pasado siglo y refrendado por el Vaticano II. Ello ha permitido privilegiar la experiencia trinitaria narrada en la Escritura. De hecho, lo decisivo cuando hablamos de la Trinidad no es, propiamente, su carácter «unitrino», a menudo denostado por convertido en un enigma matemático, sino que Dios uno y trino sea Dios Padre, el Hijo encarnado y el Espíritu, Señor y Dador de Vida. Sin agotar jamás su misterio, en amor y libertad, la Trinidad se revela y se entrega «por nosotros» sin máscaras ni engaños. Se entrega y se da en la historia, haciéndose historia y haciendo historia, y no cualquier historia, sino Historia de Salvación.
Para el tema que nos ocupa, este acento histórico-salvífico es esencial, pues dota de carne y de realidad a los conceptos. El mismo axioma bíblico, “Dios es amor” (1Jn 4,8), solo es pensable realmente en cuanto es «narrado», en cuanto el acontecimiento nos alcanza e ilumina su significado real. De la misma manera, la comunión que encuentra su fuente y fundamento, su modelo y destino, en la Trinidad dista mucho de ser una construcción formal e ideológica. Está enraizada en la conciencia y en la experiencia real y fraterna de la paternidad de Dios y de su Reinado, de la hermandad de todos en Cristo, y de la acción vivificadora y comulgante del Espíritu. Está enraizada en la experiencia y en la acción real e histórica, salvífica y liberadora, de Dios uno y trino.
En segundo lugar, este retorno a las fuentes nos ha permitido recoger el legado clásico de grandes teólogos como san Agustín, quien hizo de la analogía del amor y de la categoría de «relación» dos claves para comprehender a Dios, san Buenaventura o Ricardo de San Víctor, uno de los autores medievales más citados hoy, quien hizo de la caridad perfecta y de las relaciones interpersonales que esta conlleva la vía para adentrarnos en el misterio trinitario. El pensamiento de estos «gigantes» sobre los que nos encaramamos, en la célebre expresión de Bernardo de Chartres, recoge, sin duda, la experiencia fraterna y eclesial de la vida en comunidad. Especial mención merece también san Juan de la Cruz, poeta del amor divino y de la comunión trinitaria:
Como amado en el amante / uno en otro residía… / En aquel amor inmenso / que de los dos procedía / palabras de gran regalo / el Padre al Hijo decía… / Al que a ti te amare, Hijo, / a mí mismo le daría, / y el amor que yo en ti tengo / ese mismo amor en él pondría, / en razón de haber amado / a quien yo tanto quería.
En la intimidad del Misterio late una eterna historia de amor que nos alcanza. Antes de proseguir, importa advertir que la asunción del paradigma de la comunión no solo abre un camino a la reflexión trinitaria. Dibuja el horizonte y el medio en el que el teólogo ha de moverse. La teología requiere de un ejercicio sincero de comunión humana, espiritual y eclesial. La herencia agustiniana recuerda al teólogo que buscamos a Dios por amor y solo desde el amor podremos adherirnos a Él. No se entra en la verdad sino por la caridad. “Sin la caridad, la ciencia hincha”. El amor, en cambio, imprime su peso y su gravitación hacia quien es su fuente y nos conduce a la Trinidad. “Abraza al Dios amor y abraza a Dios por amor”. El objetivo último es el encuentro y la comunión con Él, provocar y facilitar este encuentro.
ERNESTO J. BROTÓNS TENA